Esto es Fesser, mucho Fesser. Uno de los pocos cineastas a los que reconocemos con tan solo ver un plano, y que por eso ya merece mi admiración. Una obra compuesta casi más por viñetas que por fotogramas, con esos primeros planos contrapicados que resultan tan incómodamente cercanos, y ese color chillón que grita a voces extravagancia.
Esta hipérbole que es Fesser no nace de la nada, sino que su autoría —y la de cualquier artista— surge de trastocar con su toque personal estrategias universales. Hace siglos que los artistas no inventan, ¡reinventan!. Las cuatro historias lamentables que nos ofrece esta vez no son una excepción, beben y se enriquecen de sus predecesoras, obras icónicas que marcaron un paradigma. Estos son los recursos cómicos que ha utilizado en cada una de ellas junto a una obra cumbre que ya lo hiciera en el pasado. ¡Cuatro historias lamentables, cuatro iconos inmortales!
Este es mi mundo, ¡a que mola!
El primer capítulo de Historias lamentables y El Chico (Charles Chaplin, 1921)
El primer corto es el más especial en todos los sentidos, pero destaca sobre todo por la forma en la que define el género. No hay apenas gags pero tenemos muy claro que lo que estamos viendo, con una sonrisa en la cara, es una comedia. ¿Por qué? Pues porque el humor no reside aquí tanto en el qué como en el cómo. Está en la forma, de la luz, de los personajes, del decorado…
El tono alejado de la realidad, esa estética extravagante, un ritmo cada vez más frenético, los personajes patéticos que intentan conseguir, de forma lamentable, algo por encima de sus posibilidades… Todo conforma un estilo cómico por naturaleza. Este capítulo es una carta de presentación del universo Fesser, que abre la puerta para que entren el resto de historias.
Por esto resulta complicado encontrar un referente a un capítulo donde el cómo es propiedad inherente y exclusiva de Fesser. Sin embargo, no es el primero en utilizar una película, no solo como obra en sí misma, sino también como carta de presentación de un tipo de comedia. Y como Fesser no hay ninguno, pero sí hay otros tanto o más únicos que él. Charles Chaplin es uno de ellos. En Carreras sofocantes (1914) el mayor cómico de la historia presenta a su alter ego: Charlot. Ese vagabundo destartalado aparece por primera vez con el objetivo de presentarse a sí mismo, a su creador y a su universo. Un tono, como Fesser, lejos de la realidad, unos personajes que dan la misma lástima, un ritmo también frenético y una estética igual de extravagante siembran lo que está por venir. Charlot es un incomprendido que —curiosamente— intenta, patético pero persistente, salir por televisión. Así nos grita a voces que él y su mundo han llegado para ser estrellas de la gran pantalla.
Tan cerca, tan lejos
El segundo capítulo de Historias lamentables y Plácido
Si alguien dijo alguna vez que cuanto mayor sea el objetivo, mayor será el conflicto, qué poca imaginación tenía. Para Fesser, un personaje que “tan solo” quiere cruzar a la acera de enfrente es suficiente para montar un viaje épico por toda la geografía Española, combatir los demonios de la infancia, y darle un vuelco a su personalidad. Un pequeño, minúsculo e insignificante reto, que de pronto se vuelve inalcanzable. De ese contraste nace su comedia.
Este es un difícil y divertidísimo juego en el que ya se especializaron, a su manera, Berlanga y Azcona. Con Plácido (1961) hacen exactamente lo mismo. Un pobre pardillo tiene un objetivo muy claro y sencillo: llevar una letra a un banco para que no le quiten su motocarro. Pues claro que sí, pero de sencillo no tiene nada. Participar en un desfile, una boda improvisada, o convertir su motocarro en un coche fúnebre, son algunos de los “obstaculitos” que se encuentra en el camino.
Siempre acompañados de su ilusión por alcanzar su pequeña meta, materializada en una sombrilla o en la letra del banco, dan mil y un rodeos en dos tramas que respiran aire de España a pleno pulmón.
La extraña pareja
El tercer capítulo de Historias lamentables y Walter Matthau y Jack Lemon en un cartel de En bandeja de Plata
En el tercer episodio está el dúo perfecto, no para convivir, claro, sino para los guionistas. Dos polos opuestos, con dos rasgos dominantes que chocan y se explotan al máximo, para hacer de cada segundo juntos un divertido infierno. Una: la mentirosa compulsiva, manipuladora, tacaña y aprovechada. El otro: el iluso de la santa paciencia, la inocencia y la ingenuidad. Como siempre, la comedia se nutre del contraste.
La pareja a priori incompatible viene existiendo desde antes que Quijote y Sancho, pero hay una que destaca por su semejanza con este corto. Esa santa paciencia de Jack Lemon frente al aprovechado de Walter Matthau, que han representado tantas veces esos arquetipos, viene enseguida a la cabeza. Y nunca ha sido tan representativa como con En bandeja de plata (Billy Wilder, 1966). Un abogado se aprovecha de su cuñado, a través de una lesión inventada, para demandar a una gran empresa por un millón de dólares.
En ambos casos, disfrutamos rastreramente de ver cómo un ser despreciable arrastra a la perdición a un pobre inocente. Pero… vaya que si disfrutamos.
El encanto de una mentira
El cuarto capítulo de Historias lamentables y Mucho ruido y pocas nueces
Los personajes, los cineastas y sus historias engañan. A otros personajes, a sí mismos, al espectador… a todos. Si el cine es algo, es una mentira, y si nos gusta es porque disfrutamos del engaño. Nos encanta sentirnos inteligentes cuando engañan a otro y, por alguna razón, más aún cuando nos engañan a nosotros —al menos en el cine—. Eso es lo que explota Fesser en el último episodio, en el que nos obliga a acompañar a personajes aún más despreciables, si cabe, en una trepidante red de mentiras. Este juego de enredos es perfecto para la comedia, especialmente para una tan exagerada como Historias lamentables. ¿Alguna película que aproveche los mismos elementos? Imposible no pensar en Mucho ruido y pocas nueces (Kenneth Branagh, 1993).
No es casualidad que sea una adaptación de Shakespeare, pues casi toda su obra nos valdría de ejemplo. Y el teatro, como cualquier otra forma de relato, nos sirve también para recordar que, como Fesser, ni Wilder, ni Berlanga, ni Chaplin llegaron a inventar nada. ¡Reinventaron! En Mucho ruido y pocas nueces entramos un divertido juego de mentiras del que nadie se libra. La farsa es aquí materia prima y objetivo al mismo tiempo. Una maravillosa villa paradisíaca sirve de espacio para un grupo de damas y nobles, cada uno con un amor, y cada cual con un plan más enrevesado que el anterior.
Y si hay un último punto en común, es el de crear un universo real con fantásticas reglas propias. Un mundo donde las relaciones son plenamente humanas pero los límites de la realidad quedan, acertadamente, al servicio del juego y el enredo. No les pedimos verosimilitud con la realidad, a Fesser le pedimos el mundo de Fesser, y a Branagh el de Branagh.
Si yo —y cualquier persona— soy yo y mis circunstancias, un cineasta es su yo y las pelis que le gustan. Toda obra tiene referentes a los que se asemeja, claros o sutiles, conscientes o inconscientes. Y en verdad son la misma película, pero solo en el fondo. En la forma (y entiendo por esta también la narrativa) son absolutamente únicas. Es ahí donde los artistas pueden plasmar un poquito de personalidad para hacerlas, con suerte y trabajo, realmente diferentes.
¿Dónde puedes ver estas películas?
Historias Lamentables (Prime Video), En bandeja de plata (Filmin), Plácido (Flixolé, HBO), Mucho ruido y pocas nueces (Filmin).