Nos guste o no, las comedias románticas han marcado nuestra educación sentimental. ¿Por qué ya no las vemos? ¿Dejamos de disfrutarlas al hacernos feministas? Esta es la historia de cómo volví a ver comedias románticas.
Me duele un poco admitirlo, pero mi educación sentimental ha estado marcada por las comedias románticas. Como toda adolescente, quería ser interesante, y en público reivindicaba a Tarantino, que era lo que molaba, pero los domingos por la tarde lo único que quería era ver 10 razones para odiarte (Gil Junger, 1999) y no tener que ser guay durante un rato.
Mi relación con este cine estuvo llena de altibajos: empecé viéndolas un poco “a escondidas”, reconociéndolo como placer culpable; luego las reivindiqué: que se atrevan a decirme que La boda de mi mejor amigo (P. J. Hogan, 1997) no es un peliculón. Más tarde, como para muchas de mi generación, el feminismo dejó de ser una serie de pensamientos un poco inconscientes para convertirse en un razonamiento articulado y militante.
Ahí se complicaron las cosas. Durante una larga temporada tuve que dejar de ver películas donde la chica torpe pero siempre adorable casi ni se atrevía a desear que su crush se fijase en ella, para que al final él terminase eligiéndola precisamente por “no ser como las demás chicas”. Estábamos desmitificando el amor romántico, siendo conscientes de sus lados tóxicos, tratábamos de alejarnos de ese deseo tan profundamente inculcado de la aprobación de la mirada masculina y reivindicábamos a las mujeres como seres humanos completos incluso sin pareja (vaya locura, ¿eh?).
Pero algunos días me entraban muchas ganas de ponerme El diario de Bridget Jones (Sharon Maguire, 2001). Y me apagaba la alarmita feminista durante un par de horas y simplemente me dejaba llevar. Porque me di cuenta de que esa misma alarmita se encendía también con otro tipo de películas, y si dejaba de ver comedias románticas, también debía dejar de ver filmes de acción, drama, terror, western y thriller; casi todas las películas perpetuaban los mismos estereotipos de género que las chic-flics.
Tom Hanks y Meg Ryan en Algo para recordar (Nora Ephron, 1993)
Cine "para mujeres"
¿Por qué juzgaba entonces a estas películas “para mujeres” más duramente que el resto de películas? Igual que pasa con el tópico de que el reggaeton es machista, que es una afirmación muchas veces cargada de clasismo (¿acaso no hay canciones y cantantes machistas de rock, folk, baladas y lo que haga falta?), las comedias románticas no tienen que ser machistas per se: un estilo de música, o un género cinematográfico, no puede ser, en sí mismo, machista.
Pero, claro, las comedias románticas juntan la risa, el amor y “lo femenino”, tres cosas despreciadas completamente en el cine “serio”. Todo lo que huela un poco a chica será considerado cosa menor, cine “de mujeres”. ¿Por qué no llamamos cine “de hombres” a las películas claramente dirigidas a un público masculino? Una vez más, ellos son el sujeto por defecto; “el hombre” como “la humanidad”.
Durante muchos años, las películas románticas, ya sean en formato de drama o de comedia, han sido uno de los pocos rinconcitos de la ficción audiovisual que ponían el foco en las mujeres. Y a estas alturas ya sabemos que la representación es muy importante. La ficción afecta a la realidad, y a la inversa.
Esto se demuestra también con las nuevas comedias románticas; las pocas que resisten en comparación a los grandes estrenos de cartelera de hace no tanto (aunque parece que Netflix ha cogido el testigo a la hora de producir y distribuirlas). Ahora, las protagonistas ya no son siempre blancas, heterosexuales ni pibones “escondidos” tras unas gafas o un pelo fosco que se convierten en diosas con una sesión de peluquería.
El amor, amigos, es importante
Lo decía Céline en Antes del amanecer (Richard Linklater, 1995): “Siempre siento la presión de ser el ideal de mujer fuerte e independiente y que no parezca que mi vida gira alrededor de un tipo. Pero amar a alguien y ser amada es realmente importante para mí. Siempre nos tomamos el tema a broma, pero... ¿no es todo lo que hacemos una manera de hacer que nos quieran un poco más?”.
10 razones para odiarte (Gil Junger, 1999)
No hace falta denostar completamente el romance: que sí, que ya sabemos todos que la gran meta de nuestra vida no es casarse. Pero, aun a riesgo de sonar cursi (es San Valentín, démonos una tregua), no pasa nada por querer querer. Escuchemos a Céline: ¿no es todo lo que hacemos una manera de que nos quieran un poco más?
Claro que los amores de la pantalla son poco realistas: pero también son poco realistas las persecuciones, las tramas políticas y los apartamentos enormes en los que viven los protagonistas de sitcoms en paro o con trabajos precarios.
Las películas no cambian; cambiamos nosotros
Es lo bueno y lo malo de las películas: nunca cambian. Nos puede parecer una película diferente al verla años después, pero nunca es culpa de la película, sino nuestra: somos nosotros los que la vemos con ojos nuevos. Los que hemos puesto expectativas sobre ella y los que le colgamos encima nuestros traumas, experiencias y opiniones. La vemos filtrada a través de nosotros mismos.
Y como somos nosotros los que hemos cambiado, y no las películas, es difícil acusar de machismo a unas películas que tanto nos marcaron en su momento a gran parte de las feministas de hoy en día. Lo son ante la mirada de hoy, claro, pero tal vez no lo fueran en su momento.
A menudo, el mundo es un lugar aterrador e impredecible; ahora más que nunca. A veces necesitamos reírnos de las desgracias ajenas para relativizar las propias. Y en esos momentos en los que necesitamos algo reconfortante sabemos que ellas estarán siempre ahí. Larga vida a las comedias románticas.