Como hicieran las recientes Modelo 77 (Alberto Rodriguez, 2022) o Las buenas compañías (Silvia Munt, 2023), la película de Alejandro Marín vuelve la vista a la Transición española con el mismo espíritu de denuncia, pero con un tono muy distinto. Te estoy amando locamente es primordialmente una comedia que encapsula los aires de esperanza, unión, libertad y cambio que barrieron la época, pero que también se detiene con mucha sensibilidad en los rincones oscuros de ese proyecto de democracia aún muy maniatada por los hilos del franquismo.
En 1977 la homosexualidad y cualquier otro desafío a las convenciones de género aún están penados en España. Miguelito, un sevillano gay y artista que se muere de ganas por salir en el programa de TVE “Gente joven”, lo sufre cuando aún siquiera ha cumplido la mayoría de edad. Su suerte obliga a su madre a cuestionar sus valores tradicionales y empezar a tener contacto, a su pesar, con los protagonistas del movimiento LGBT+ andaluz.
La comparación con la británica Pride (Matthew Warchus, 2014) —o incluso con Billy Elliot (Stephen Daldry, 2000)— es obvia, pero Te estoy amando locamente se apoya mucho en el valor regional para construir un relato único por su localización. Desde el tipo de humor hasta la música o el acento, todo sabe a la tierra que la ha visto nacer. La cinta se revela como un retrato social de época muy bien apuntalado en lo cotidiano, que abraza las particularidades de la cultura LGBT+ española y, más concretamente, andaluza —aún no suficientemente exploradas en nuestro audiovisual—, y se hace grande a través de ellas.
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Con una trama aparentemente sencilla y previsible, la propuesta de Marín sorprende en la ejecución y en el terreno de lo emocional. Sin que la inspirada comedia abandone nunca por completo el relato, construye hábilmente momentos de agonía y desaliento, de oscuridad y espanto, que se engarzan con una naturalidad casi sorprendente en el conjunto eminentemente risueño y reivindicativo.
Fotogramas de Te estoy amando locamente
Y en ese minucioso equilibrio que es capaz de provocar lágrimas de risa, de pena, de rabia y de todos los colores, brillan unos cálidos personajes encabezados por la cautivadora Reme de la siempre estupenda Ana Wagener. Su viaje es el centro de la historia, pero transcurre en paralelo a la gesta que emprende a la vez el colectivo: pasar de la clandestinidad y la seguridad de los bares privados en callejones oscuros a la visibilidad y la acción del movimiento político en campo abierto —primero en la parroquia y después en las calles— para tomar espacio en una sociedad que los rechaza y reivindicar su derecho a ocuparlo.
Por eso esta película se ha ganado aún más nuestra atención: porque rescata de la adormecida memoria colectiva tanto el dolor y la injusticia sufridas como el orgullo de las victorias que han moldeado el mundo que habitamos hoy. Es de agradecer que alguien se tome la molestia de recordarnos, con tanto encanto y buen humor, el precio de los derechos que ahora damos por sentados y cómo era vivir sin ellos. Y que lo haga justo ahora, con la ultraderecha en los talones, a las puertas de estas elecciones en las que tenemos tanto que perder.
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