Manuel Martín Cuenca, director de ‘El amor de Andrea’: «Los adultos solemos ser muy paternalistas»
Hay un efecto redentor en la tonalidad del cielo de Cádiz. Luminoso y distraído al comenzar el otoño en su prolongación estival. Es aquí, en este escenario cotidiano, donde Manuel Martín Cuenca (Caníbal) se desprende de la sordidez del “monstruo” y sus claroscuros para abordar una historia sobre los afectos en la que la dureza y la decepción no eluden el poso de esperanza. Después de explorar la paternidad en su último largo de ficción, La hija (2021), el director ejidense cambia la posición de la cámara para situarnos con El amor de Andrea en los zapatos de una adolescente que a sus 15 años moverá tierra y mar para recobrar el cariño de su progenitor, ausente desde el divorcio con su madre.
«Para mí es una evolución lógica. En cada proyecto intento hacer algo diferente y no anquilosarme, sabiendo que tengo un estilo y no puedo convertirme en otro», explica el realizador, a quien la película le retrotrae al joven que fue. «Me siento identificado con Andrea, que hace preguntas y se preocupa por la construcción de sus vínculos emocionales».
En el filme no hay villanos, aunque la protagonista haya de tomar decisiones sin vuelta atrás. Encontrar un camino hacia el reencuentro paterno no resultará fácil. La principal barrera la construirá su madre, al no hacer partícipe a sus hijos de lo que realmente sucedió tiempo atrás cuando el matrimonio se disolvió. «Los adultos en general solemos ser muy paternalistas. Ya sabes, por protegerte no te cuento lo que sucedió, pero al no contártelo te estoy engañando. Creo que nuestro deber es ayudar a los jóvenes a afinar su discernimiento y que puedan tomar sus propias decisiones», defiende Manuel Martín Cuenca. Alude entonces el término inglés que a su parecer engloba esta actitud condescendiente. «Patronize, algo así como “paternalizar al otro”, ponerte en una altura moral superior y decirle por su bien qué debe hacer».
Un drama luminoso
Andrea accede al mundo de los adultos de pronto al tomar las riendas de su sensación de desamparo, una esfera a la que las circunstancias de su hogar (la lucha de su madre para salir adelante, la responsabilidad de ejercer la maternidad con sus hermanos, la escasez económica…) ya le habían ido empujando. «La película es drama y juego, drama y juego, todo el tiempo. Le da un equilibrio, entre la dureza y la ternura, que buscábamos desde el principio», afirma el director. Y apostilla: «En el drama de las emociones, los desamores y la gente que te trata mal está el intento de contar que la vida continúa. De narrar que el juego, el amor y la vida están por encima de la guerra. Porque hasta en un momento de conflicto real, los niños necesitan seguir jugando».
Fotografía del rodaje de El amor de Andrea | Marino Scandurra
Sobre el tablero, Andrea no camina sola. Sus pequeños hermanos y su mejor amigo atesoran el germen de esa verdadera familia que la adolescente anhela. La carencia afectiva abre la puerta a un viaje de crecimiento. «Al adolescente se le suele tildar de inconsciente, de tarado… y es al contrario. Lo maravilloso de la juventud es no tener nudos todavía», cuenta el artífice de El autor (2017) o La mitad de Óscar (2010). Explica cómo la mayor parte de los adultos han de acudir a terapia para cambiar dinámicas tóxicas inconscientes. «Cuando creces tienes más prejuicios y la cabeza llena de clichés que te ha metido la sociedad de la información o la desinformación, pues información no es lo mismo que conocimiento. Está claro que nadie es racista con dos años».
El nacimiento de una actriz
Si en La flaqueza del bolchevique (2003) el director descubría a la entonces principiante María Valverde, en su último filme apuesta también por un talento debutante. La gaditana Lupe Mateo Barredo es la elegida para encarnar a Andrea, protagonista del título y de la mayor parte de los planos, que aborda con un recogimiento contundentemente expresivo. «Éramos la misma persona viviendo vidas distintas», describe la actriz. «Al personaje hecho y estructurado yo le puse el sentimiento de Lupe, muy distinta, aunque también empática y cabezota como Andrea. Me fui amoldando a ella y al final nos fusionamos».
A pesar de su juventud y de hablar de un primer papel en la gran pantalla, la estudiante de Bachillerato de Arte transmite una madurez y naturalidad que se refleja en sus pensamientos sobre la profesión. «A mí el cine me ha gustado mucho desde pequeña, pero me parecía que la puerta, de primeras, estaría muy cerrada. No siento la presión de dedicarme a la actuación por haber hecho la película, me interesa por ejemplo el maquillaje de caracterización, pero no voy a decir que no si me llaman para actuar. De momento, quiero terminar el instituto y ver qué hago, cuáles son las posibilidades», reflexiona serena, con la mirada puesta en los distintos oficios del cine.
Fotografía del rodaje de El amor de Andrea | Marino Scandurra
Luego, cuando describe a su alter ego, repasa la imagen de una posible “adolescencia real”, lejos de cualquier cliché: una madre que trabaja fuera de casa en una larga jornada, desestructuración familiar, clases y pellas, hermanos que necesitan cuidados ante el arduo empleo de la progenitora… La intérprete observa las relaciones familiares desde la experiencia de sus amigas y la relación con sus padres. «Entiendo que es difícil educar a un hijo, nadie se prepara para eso y se aprende a base de errores, pero la sobreprotección acaba generando desconfianza.
Algunos tienen tanto miedo que en vez de enseñarles a cómo protegerse del golpe, intentan evitárselo y solo logran que se lo den y más fuerte». En su casa abogan siempre por la comunicación y destaca que ese es el gran mensaje de la película. «Los adultos que se han fijado en el desenlace de los padres y no en el de Andrea son el tipo de espectadores que necesitan verla. Es importante decir la verdad a los hijos», subraya.
Cádiz y la frescura del guion
En El amor de Andrea, el dinamismo de la luz otoñal dialoga con la escena, con el cuerpo de los actores. La ciudad de Manuel de Falla participa cómplice en el devenir de los personajes, en sus decepciones e íntimas alegorías. «Las películas que a uno le conmueven no son recordadas unos años después por su argumento. Se perpetúan las imágenes, las sensaciones, secuencias y lugares que dejaron huella».
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Martín Cuenca se define a sí mismo como “un artesano” del cine, se implica en cada aspecto del proyecto, y confiesa que desde que decidió ser productor se ha ido deslizando por el territorio que le resulta familiar, aquel en el que pueden brotar trabajos más personales. «Yo siempre escribo pensando en los espacios. El guión surgió de una premisa y nos fuimos a tierras gaditanas a escribir. He vivido incluso un año allí, como hice con Jaén, Sevilla o Granada».
Fotograma de El amor de Andrea
Sin embargo, ese guión se rodeó de reserva para parte del reparto. Los debutantes lo desconocían, recibían separatas antes de cada jornada y a veces no conocían la réplica. Todo a favor de la fluidez del filme. «Hice los ensayos a partir de relaciones, de la construcción de los vínculos familiares. Separaba a los actores para crear el misterio que hay entre Andrea y su padre de forma realista. Ella no sabía si se iba a reencontrar con él y, si lo hacía, desconocía cómo reaccionaría». La principal función del realizador fue abrir la película a los acontecimientos inesperados. «Siempre trato, incluso con los actores profesionales, de generar sorpresa, de provocar la reinvención. Para mí actuar no es anticipar, tienes casi que olvidar el papel, estar alerta y dejarte llevar por lo que sucede».
Como la vida misma, tal como la encara Andrea. Para Manuel Martín Cuenca, su protagonista es una heroína. «Actúa con una gran valentía y confronta a su madre y a su padre y coloca las cosas en su sitio, rompe su idealización, la asume y tira para delante. Se niega a convertirse en una víctima». La película culmina su tránsito donde otra secuencia comienza, ya fuera de campo. Al atardecer, en La Caleta. La última toma del rodaje para Lupe, el inicio de una nueva vida para Andrea… y su amor propio.
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