Todos sabemos que el cine es una expresión y que la emoción es su materia prima. Por tanto, el cine es emoción, y la emoción es humana, compleja y ajena a cualquier ciencia… ¿no?
La obsesión por medirlo todo
Un joven ruso llamado Eisenstein allá a principios del siglo pasado no estaba muy de acuerdo. Es uno de los genios más alabados en la historia y no pudo admitir que la emoción humana fuese impredecible. ¿Somos realmente tan complejos? ¿No podemos entender al ser humano en su totalidad? Se obsesionó con encontrar la manera de calcular, a ciencia cierta, las emociones que podía causar en el espectador. Por tanto el cine cobra aquí, y por primera vez, un carácter plenamente empírico.
Sus teorías sobre el montaje son claves para entender el cine, todo cineasta las ha estudiado alguna vez, pero, ¿hasta qué punto llegó a funcionar su empirismo, si entendemos su obsesión en el más estricto de los sentidos? Usar un método científico para controlar al espectador de forma plena es algo inalcanzable pero, ¿tan lejos estaba de conseguir algo parecido? ¿Tiene sentido intentarlo? La respuesta natural es que con la lógica solo romperíamos la emoción intrínseca del cine. Sin embargo, es innegable que, trabajando en esa dirección, sus obras influyeron en la historia de su país y, a día de hoy, se siguen considerando algunas de las expresiones artísticas más importantes.
Fotografía de Sergei M. Eisenstein
La obsesión por no medir nada
Prácticamente a la vez y casi con la misma edad, un joven español crece en las antípodas creativas de Eisenstein. Luis Buñuel rueda y monta Un perro andaluz (1929) como una oda al subconsciente, al caos y a la muerte de la razón. ¿La musa? Sus sueños. ¿Un lema? No rechazar ninguna idea que cruce su cabeza. Esa obra estuvo muy cerca de lo que Eisenstein buscaba: provocar en todos los espectadores las emociones concretas que el artista quería. Algunos lo admiraron y otros muchos le aborrecieron, pero la impresión durante la proyección pocas veces ha sido tan unánime. ¿Es por tanto el reflejo más sincero de nuestro yo, con todo su caos, la manera más acertada de penetrar en el subconsciente ajeno? Y por tanto, ¿sería la falta de ciencia la única manera de controlar a ciencia cierta al espectador?
De ser así, la propia emoción del artista sería la única capaz de predecir la emoción del espectador, pero no todos los seres humanos somos iguales. No todos tenemos los mismos procesos mentales, por lo que si intentamos transmitir miedo, nada nos asegura que no provoquemos amor. Las emociones son impredecibles y Buñuel no monta la película guiado por ellas, sino por su subconsciente. Por lo que en aquel famoso corte, tanto en el ojo como en el montaje, ¿realmente sentimos empatía? ¿O solo es impresión? ¿Qué está en juego, una emoción como el miedo o una reacción como la repulsión? Pues, y aunque Eisenstein prescindiese de la existencia de un personaje protagonista por motivos políticos, creo que nunca empatizaríamos tanto con la mujer tuerta de Buñuel como con la madre que pierde a su hijo en las escaleras de Odessa.
Un perro andaluz
El acorazado Potemkin (Sergei M. Eisenstein, 1925)
Una obsesión más moderna
A estas alturas ya se hace evidente que, aunque hable de “artistas” y “cineastas”, es a las manos del montador a las que me refiero. El cuándo, cómo y por qué de cada corte es la base para manipular al espectador. En este sentido, no puedo evitar hablar de otro de los grandes montadores, genio y loco a partes iguales: Walter Murch.
Destacan, entre otras, aquellas películas en las que trabajó con Francis Ford Coppola, como El padrino II (1974), La conversación (1974) o Apocalypse Now (1979). Tras muchos años de carrera publica en 2003 En el momento del parpadeo y hace públicas sus teorías sobre el montaje, y se desvela como un auténtico maníaco. Murch se obsesiona con encontrar el momento perfecto de cada corte; solo hay uno y se puede descifrar.
Se basa en el inconsciente del espectador pero con un planteamiento más empírico, y es que hace un genial paralelismo entre el montaje y el parpadeo humano. Cada vez que parpadeamos es por un descanso necesario, pero no lo hacemos sistemáticamente. Si escuchamos con atención a alguien o si observamos con detalle, no parpadeamos. Si nos satura la información, si cambiamos de foco, o si perdemos el interés, parpadeamos. Sin darnos cuenta “cortamos” la vida como se cortan las películas, y por tanto las razones para montar deberían ser las mismas que para parpadear. Murch llega a plantear, utópicamente, el ensayo de analizar en pases al público esos momentos del parpadeo, y a partir de ahí encontrar los cortes perfectos.
El paciente inglés (Anthony Minghella, 1996), por la que Walter Murch ganó el Oscar a mejor montaje
Entonces… ¿con qué teoría nos quedamos?
Un razonamiento como el de Murch es fascinante aunque parezca demencial. No deja de haber una obsesión por manejar al espectador al antojo del creador, un consecuente estudio y una conclusión que se traduce en método. Es interesante para entender el arte y el ser humano pero, si “dominar” al espectador fuese inalcanzable, ¿sirve de algo?
Humildemente, ese control sobre el espectador no me parece tan lejano de la realidad. Y aun todavía inalcanzable, esos estudios nos están dejando muestras claras de su valía en cada estreno. Buscan herramientas eficaces para que la suma de dos imágenes den como resultado una tercera en nuestro subconsciente. Una conclusión, un concepto, una idea. Por tanto, el montaje tiene el potencial de convertirse en la herramienta más eficaz para difundir una tesis, como hizo Leni Riefenstahl con la ideología nazi, o los maestros del neorrealismo italiano con el antifascismo.
El triunfo de la voluntad (Leni Riefenstahl, 1935)
El ladrón de bicicletas (Vittorio de Sica, 1948)
Sin embargo, esas ideas que surgen en nuestro subconsciente son tesis, no emociones. Y una tesis es un punto de vista, y por tanto, solo una parte de la realidad. Por eso la tesis funciona tan acorde al montaje: la mera existencia de la edición ya es un artificio, cada corte es una mentira y, por tanto, da una visión sesgada de la realidad. El terreno perfecto para plasmar la tesis.
Pero la emoción es totalmente diferente. Solo cuando capturamos un poco de verdad conectamos con el espectador y llegamos a la emoción. Plasmar toda la realidad con la cámara es simple y llanamente imposible, pero si el montaje es, y debe ser, una mentira, tal vez con su ausencia podamos acercarnos un poco más a esa realidad. Intentar que la verdad del mundo entre a chorro por la cámara, sin cortes, creo que es la manera más fiel de conseguirlo.
Ya sea en casos más extremos, como Yasujiro Ozu, comerciales, como Iñárritu o Sam Mendes, clásicos, como Orson Welles, o modernos, como Sorogoyen, cada vez son más los directores que abanderan esta técnica en nombre de la naturalidad. Por eso intentar plasmar la realidad es la mejor forma de llegar a la emoción. ¿Y podremos entonces predecir esa emoción? En absoluto, la realidad es demasiado compleja, pero allá donde esté estará la emoción.