Cualquiera que haya padecido el infierno de compartir un Blablacar sabe a lo que me refiero: cuando te subes al coche descubres trocitos de España que aún no conocías. La mezcolanza de procedencias, lugares de trabajo y residencias de amigos y familiares hace que cada trayecto amplíe ligeramente los límites de nuestra percepción sobre el trocito de tierra que compartimos. Un momento que me abrió los ojos a este hecho fue durante un trayecto en el que otra pasajera se enfadó conmigo por decir que era ridículo cómo todo estaba conectado con Madrid, pero viajar entre provincias es a veces un calvario. Esta persona parecía a punto de cortocircuitar cuando dijo una de mis frases favoritas de la Historia: “¿Por qué no iba a pasar algo por Madrid? Es la capital de España”.
Y, por supuesto, esto es extensible a nuestras historias. No solo en cuanto a producción, aspecto en el que Madrid acoge la enorme mayoría de la industria, sino detrás de la pantalla. Hay algunos consejos que se escuchan con una frecuencia mayor al resto cuando te inicias en el aprendizaje de escritura para guion. Uno de ellos es que pienses si de verdad quieres que todos tus protagonistas sean hombres, blancos y heterosexuales. Cuando te formas en España este consejo lleva coda: intenta que no sean todos de Madrid. Antes de que alguien me acuse de “madrileñofobia”, aclaro, este es solo un ejemplo más del centralismo estatal y cultural que tenemos asimilado.
Hablar en otros idiomas
La lengua es solo un aspecto más donde se hace patente este problema. "Aquí se habla en cristiano" es una línea roja que Akelarre (Pablo Agüero, 2020) traza en el suelo en sus primeros quince minutos de metraje. Esta línea no sirve únicamente de frontera entre dos universos separados dentro de la película (inquisidores y brujas), también nos vale como análisis de brocha gorda para la situación de la industria española.
En Akelarre la lengua es una fuente de conflicto más (Lamia Producciones)
La enorme mayoría de ficción que producimos y consumimos está íntegramente en castellano, mientras que las demás lenguas patrias luchan por ganarse un hueco en el mercado español. Y tiene sentido, ¿no? Igual que todos los caminos físicos deben permitirnos ir a la Capital, la carretera que une todos los puntos de nuestra cultura debería llevar a lo principal y mayoritario. “Dilo en castellano, suena más verdad”, que cantaban los de ZOO.
Es posible que el cine en euskera, gallego o catalán nunca cope las carteleras españolas. Es posible que el prime time de las grandes cadenas quede reservado para series en cristiano. Y tal vez no está mal que sea así. Pero conviene recordar que la cohesión, lo universal, responde únicamente a una imagen no menos ficticia que las historias que consumimos y que mientras que el castellano monopolice los espacios nos estaremos perdiendo una gran oportunidad de conocer a quienes tenemos más cerca. Y, quizá, también a nosotros mismos.
Fotograma de Lúa Vermella (Lois Patiño, 2019), uno de los máximos exponentes de novo cinema galego.
Industria centralizada
No quiero darle demasiado valor a las taquillas, shares ni demás parámetros de mercado, porque sobre todo se trata de una cuestión de supervivencia. Producir en catalán, valenciano o euskera es de por sí un esfuerzo titánico en una industria con la lucha abierta de reivindicarse a sí misma y arrastrar al olvido el mito de que en España solo encendemos una cámara para rodar sobre la Guerra Civil.
Por supuesto no todo está perdido. Quedan y proliferan artistas y productoras que apuestan por poner sus identidades en el primer plano que damos por supuesto para la lengua vehicular favorita de todos. El hecho de que podamos contar con Akelarre, Ane (David Pérez Sañudo, 2020), el Novo Cinema Galego o La vampira de Barcelona (Lluís Danés, 2020) entre nuestras producciones más recientes es un buen síntoma de que este cine fuera de los márgenes lingüísticos puede salir a flote, a pesar de la cantidad de proyectos en las mismas lenguas que se caen en el camino, precisamente por no estar en castellano. Las dificultades de distribución son un obstáculo difícil de saltar.
Al final, todo esto puede resumirse en que la industria cinematográfica en España tiene las mismas necesidades que el resto del país: debemos dejar de medirnos con lo central y mayoritario como epicentro de todas nuestras historias. Hablo de las distintas lenguas, pero también de territorios. Es una cuestión de dejar que cada uno hable de sí mismo, para que sean más frecuentes las Islas Canarias de Hierro, y a lo mejor algo menos las Sky Rojo. Ojalá veamos una industria en la que el cine de éxito producido en Andalucía, Aragón o La Mancha sea la norma y no tan solo una feliz excepción.
Fotograma de Ane (David Pérez Sañudo, 2020), ganadora de 3 premios Goya en 2021.