Rezos, velas, crucifijos, hábitos, altares, estigmas, violencia, gore, locura… ¿Hablo de un colegio concertado en los 90? Podría ser, pero no: hoy daremos un paseo por el maravilloso subgénero del terror religioso y los horrores enraizados en él.
En el vasto campo del cine de terror y sus innumerables vertientes, hay varias hectáreas cubiertas por lo sobrenatural. Sigmund Freud definió lo siniestro como una vivencia en la que aquello que nos resulta familiar se retuerce en algo extraño, que guarda semejanza pero se vuelve incómodo e irreconocible. Por tanto, es comprensible que el horror se asome entre las grietas de aquello que nos recuerda a lo humano pero se nos hace desconocido y ajeno. Durante milenios hemos recogido estos temores en mitologías elaboradas, que el cine ha dado forma propia en un subgénero que enmarcamos como terror religioso.
A continuación, vamos a ver los miedos más presentes en este género.
Fotograma de El Exorcista
Terror encarnado, literalmente: terror religioso y posesiones
Dentro del terror religioso, el cine de posesiones podría funcionar como un género en sí mismo. Cuenta con infinidad de títulos a sus espaldas, que han configurado sus propios tópicos. Sin lugar a dudas, la película más importante dentro de esta categoría es El Exorcista (William Friedkin, 1973), que se marcó a fuego en el imaginario colectivo y sentó las normas de lo que sería el cine de posesiones y exorcismos. Otros títulos remarcables y muy recomendables son Stigmata (Rupert Wainwright, 1999), El exorcismo de Emily Rose (Scott Derrickson, 2005) o, si queremos ejemplos patrios, Verónica (Paco Plaza, 2017).
Casi todas las religiones separan de lo divino todas aquellas manifestaciones sociales que divergen de su estructura moral, bien aislándolas en distintas deidades antagónicas o agrupándolas en una sola figura que encarne el mal. Este es el caso del cristianismo, que agrupa toda la naturaleza malévola en el personaje del demonio y halla el terror en la interacción de este con el mundo humano. Dentro de la acción maligna en el mundo, la posesión encuentra la peculiaridad de obrar a través del propio ser humano, normalmente partiendo de un arquetipo de inocencia corrupta. Aquí podemos encontrar otro elemento clásico de nuestros miedos: el doppelgänger u Otro yo, un doble a la vez propio y ajeno que actúa liberando todas aquellas pulsiones que reprimimos, todo acto humano que consideramos abyecto y que nos aleja de la idea de virtud. Lo siniestro en estado puro.
Fotograma de La Profecía
El anticristo, el fin del mundo y la subversión de lo divino
En 1976 se estrenó La profecía, de Richard Donner. La película se hizo con la crítica y la taquilla a partes iguales, convirtiéndose en una de las películas de terror religioso más importantes de la historia del cine.
La película encarna en su protagonista, Damien, una de las figuras más representativas del terror bíblico: el anticristo. A menudo confundido con el demonio, el anticristo representa la subversión del Hijo, una de las emanaciones de la Santísima Trinidad. Por lo tanto, la figura de Damien se vuelve necesariamente un antagonista de lo divino, una figura completamente opuesta a Jesucristo que baja a la tierra para hacer justo lo contrario que su predecesor: empujar al mal y al pecado, influenciar a la humanidad para alejarla de Dios, instaurar un nuevo reino y, naturalmente, dar paso al fin del mundo.
Esto abre un nuevo miedo más allá de la propia figura del anticristo: el temor al fin, al posterior juicio y a la consecuencia de nuestros actos. Miedo ante un cambio de orden y miedo a las secuelas que puedan sufrir quienes lo propician tras la posible restauración, no hay nada más humano.
Fotograma de Midsommar
Paganismo, folk horror y terror al prójimo
Tendemos naturalmente a formar grupos basados en intereses comunes, que automáticamente antagonizan con otros grupos y nos proporcionan una sensación de peligro. La espiritualidad no escapa a esta tendencia, y el terror religioso está plagado de organizaciones con fines poco ortodoxos. Dentro de un marco judeocristiano podemos destacar títulos como la imprescindible La semilla del diablo (Roman Polansky, 1986), que también rescata la figura del anticristo mencionada anteriormente, o la polémica Mártires (Pascal Laugier, 2008), que se aleja de lo sobrenatural para llenar el terror religioso de torture porn y gore. No obstante, en el terror sectario siempre es el paganismo quien se lleva el premio gordo.
Resulta prácticamente imposible hablar de terror religioso y paganismo sin mentar el folk horror, aunque dicho género resulte infinitamente más extenso y no esté necesariamente fijado en lo fantástico.
El hombre de mimbre (Robin Hardy, 1973), Los chicos del maíz (Fritz Kiersch, 1984) o la más reciente Midsommar (Ari Aster, 2019) son buenos ejemplos de ello. Protagonistas cercanos a la visión moral abrahámica, cercanía que también se presupone al espectador, que se ven inmersos en un medio hostil regido por individuos con creencias ajenas. El choque de paradigmas entre los protagonistas y el culto externo siempre deviene en un conflicto violento, donde los primeros se convierten en víctimas de intereses retorcidos por parte de los extraños. Podemos encontrar varias capas de terror en este fenómeno, desde el miedo al diferente hasta la indefensión del individuo ante un grupo organizado, pasando por el conflicto de intereses.
Fotograma de El hombre de mimbre
La humanidad tiene y ha tenido durante toda su historia una relación profunda y estrecha con lo sagrado, donde lo extraño se manifiesta en diferentes formas. El misticismo y la espiritualidad responden a la necesidad de darnos un lugar y una razón de ser en el mundo, así como a la de fijar unas normas de organización y comportamiento social. Actúan como columna vertebral de nuestro funcionamiento como especie, y por tanto contienen y ordenan todas las contradicciones, los peligros y las amenazas que encontramos en esas estructuras. Por su naturaleza, la religión contiene en ella todos los terrores.