Hace hoy 20 años, llegaba a nuestros cines la primera entrega de la trilogía de El Señor de los Anillos (Peter Jackson, 2001-2003). Yo, que acababa de cumplir los cinco, la vi unos meses más tarde, en casa. Me gustó tanto que mi padre intentó leerme a Tolkien, en vez de cuentos, antes de dormir (aunque no salió del todo bien). Hoy, después de haberlas visto miles de veces, aún se me encoge el corazón ante el logo de New Line Cinema, y sigo sumergiéndome en la historia y emocionándome con ella como si no me la supiera ya de memoria. Por eso, lamento si esperabais un concienzudo análisis (eso ya lo han hecho antes otros más sabios que yo), porque lo que traigo es una carta de amor.
Puede que tenga la trilogía en tan alta estima porque llegó a mí en un momento en el que aún no me había dejado deleitar por el cine, y fue “mi primera vez”. Quizá porque, como dice Sam, estas «son las historias que llenan el corazón, porque tienen mucho sentido, aún cuando eres demasiado pequeño para entenderlas»: me enseñó el valor de la amistad, el esfuerzo y el compromiso, e incluso que los hombres son vulnerables y las mujeres pueden ser heroínas. O puede que, simplemente, me gusten tanto porque, por muy comerciales que sean, son buenas de verdad.
El Señor de los Anillos es, en la concepción de Tolkien, una historia de épica fantástica tan redonda como el anillo, afianzada sobre clásicos literarios como La Odisea e hilvanada en un universo riquísimo en cuya creación el escritor nunca dejó de trabajar. Y aunque corría por ahí el mito de que era inadaptable, Peter Jackson se rió del tópico de “el libro es mejor” realizando una adaptación magnífica, tan fiel al lenguaje cinematográfico como a la esencia de la obra de origen, tan meticulosa como Tolkien habría querido.
El viaje
Los Argonath en el camino de la Compañía
El Señor de los Anillos se construye, como cualquier narración épica, alrededor del concepto del viaje y su capacidad transformadora. Aunque en este caso no solo viaja el héroe. Por muy espectacular que sea el mundo ideado por Tolkien, lo importante es el camino que sus personajes recorren por él. Y Jackson se aseguró de impregnar sus películas de esta idea.
Casi todos los personajes de la trilogía cambian como resultado de los peligros, los conocimientos adquiridos o las hazañas que el largo viaje exige de ellos. Sam se enfrenta a sus miedos y aprende de aquello que hay más allá de La Comarca, pasa de afable escudero a héroe incorruptible y, al final, la sombra de Mordor logra quebrantar su idealismo, pero nunca su voluntad. Aragorn supera sus inseguridades, recupera la fe en los hombres, acepta su destino y se enfrenta a él con arrojo. Frodo descubre que su fuerza reside en su valentía y su compromiso, pero pierde un poco más de sí mismo con cada nuevo paso. A su lado evolucionan, también, el resto de integrantes de la Compañía e incluso muchos personajes secundarios como Éowyn, Faramir o Théoden.
Aragorn y Legolas en El retorno del rey
Todo en las películas fortalece la idea del viaje. El vestuario apoya la transformación de los personajes que lo portan, y hasta la música tiene su propia evolución: el tema de la Comunidad, por ejemplo, se fragmenta tras la caída de Gandalf, suena poco y algo confusa en Las dos torres y regresa en El retorno del rey cuando los compañeros, reunidos, cargan contra la Puerta Negra para darle una oportunidad a Frodo y Sam.
Pero me atrevería a decir que el viaje trasciende la pantalla y define también la experiencia de quienes le dieron vida. El equipo convocado por Peter Jackson, en su mayoría, no había trabajado antes en una producción de tan grandes dimensiones. Tampoco él. Eso no impidió que hicieran maravillas con el presupuesto, que construyeran imponentes sets y convirtieran Nueva Zelanda en la cautivadora Tierra Media que puebla nuestro imaginario colectivo, que consiguieran trasladar el material literario sin perder nunca el corazón entre las diversas tramas, o que diseñaran unos efectos especiales tan sobresalientes para la época y que tan dignamente han envejecido. Jackson tampoco precisó grandes nombres entre su elenco para obtener excelentes interpretaciones.
La producción de la trilogía, con 438 días de rodaje, fue un reto para todos, un viaje épico al que sobrevivieron gracias al cariño, el esfuerzo y la voluntad de sacarlo adelante y que, seguramente, los cambió como profesionales.
La vuelta a casa
Frodo y Sam creen que van a morir tras completar la misión
La partida conlleva un regreso. El viaje de los personajes no se completa hasta que vuelven a casa para enfrentarse a la normalidad. Tolkien quiso reflejar en el desenlace de los hobbits el poso que deja toda guerra, el dolor y las heridas que no se curan fácilmente aun en la comodidad del hogar. Jackson lo contó haciendo que los hobbits no volvieran, como en los libros, a una Comarca destruida por Saruman en un impulso revanchista. Regresan a una Comarca que sigue exactamente igual que al principio, intacta e ignorante de que su inalterable tranquilidad se la debe a ellos cuatro. Que nada haya cambiado no hace más que acentuar lo mucho que han cambiado ellos: se sienten extraños y ajenos a lo que un día fuera su vida.
Nada volverá a ser lo que era antes del viaje, y cada uno lo afronta a su manera. Es la herida que aún le duele a Frodo y que le empuja a abandonar la Tierra Media hacia un nuevo horizonte. Aún queda esperanza en La Comarca, sin embargo, para Sam, como él ya adelantaba en Osgiliath:
«¿Cómo volverá el mundo a ser lo que era después de tanta maldad como ha sufrido? Pero, al final, todo es pasajero. Como esta sombra. Incluso la oscuridad se acaba para dar paso a un nuevo día.»
Sam, que ha navegado entre los recuerdos y su nueva vida durante demasiado tiempo, logra seguir adelante, como le pide Frodo en su libro inconcluso. Por eso debe ser él, el Sam transformado por el viaje y liberado de su sombra, quien llene las últimas páginas con la aventura que aún le queda por vivir.
Sam vuelve a casa y cierra la trilogía
Fuera de la ficción, el final del viaje de El Señor de los Anillos también dejó una industria nueva. Reinventó e introdujo la fantasía en el cine comercial, sacándola de su nicho y abriéndola al gran público. Sin la trilogía, quizá Juego de Tronos (Benioff y Weiss, 2011-2019), por poner un ejemplo, no habría llegado tan lejos.
Pero hay un tercer regreso a casa: el del espectador. Hay en él cierto pesar, por eso nunca me ha molestado el largo final dividido en pequeñas despedidas. Diría que también a nosotros nos cambió un poco el viaje. A mí, al menos. Estas son las películas que me hicieron amar el cine y, por suerte o por desgracia, creo que si estoy hoy aquí es por El Señor de los Anillos. También renuevan, cada vez que las veo, mi confianza en la bondad y mis ganas de luchar contra los Sauron de nuestra época, contra esas cosas que odio del mundo y que parecen intocables, pero a las que no por ello hay que dejar de plantar cara. A veces necesitamos historias que nos hagan creer en héroes humildes, que nos recuerden que «hasta el más pequeño puede cambiar el curso del futuro».
¿Dónde puedes verlas?
La trilogía completa de El Señor de los Anillos está disponible en HBO Max.
Qué bonito artículo lleno de esperanza. Me ha gustado mucho.
No dejéis de escribir.