Los vampiros han estado con nosotros desde hace siglos. Sus historias y leyendas han servido para representar miedos y problemáticas asociadas a cada época. Desde marcar el comportamiento adecuado a seguir —en lo relativo a lo sexual o lo religioso—, hasta incitar a la población a mantenerse alejada de lugares peligrosos, sus historias nos han aterrorizado desde tiempos inmemoriales. Si seguimos la pista de estos relatos hasta sus orígenes, llegaremos a la incomprensión de diversas enfermedades, entre ellas la porfiria. Esta afección causa a los afectados una elevada sensibilidad a la luz, cambios en su color de piel, deformaciones en esta y coloración rojiza de los dientes. Todas ellas características que conforman el mito terrorífico que es el vampiro.
Sin embargo, el arquetipo del chupasangre ha evolucionado con los años y lejos quedan aquellas historias en las que eran un mero elemento de terror. En la actualidad, los personajes vampíricos tienen representaciones complejas y se ha convertido su otredad en algo que exaltar, adoptando roles heroicos en lugar de verse recluidos a ser los eternos villanos. La imagen clásica del vampiro, deudora de Béla Lugosi, está impresa en el imaginario colectivo, pero su significado actual no tiene nada que ver con lo que aquel actor representaba en los años treinta.
Béla Lugosi en Drácula (1931, Tod Browning, Karl Freund)
No obstante, antes del Drácula de Lugosi ya hubo una adaptación de la novela de Bram Stoker a la gran pantalla, que sentó las bases de lo que estaba por venir y que marcó un antes y un después en el cine de terror. Nosferatu (1922, Murnau) fue una traslación libre del contenido de la novela al celuloide y un gran exponente del expresionismo alemán, a pesar de contar con características que no eran comunes en el movimiento.
Si antes hablábamos de cómo las primeras historias de vampiros los relacionaban con los miedos de una sociedad, ahora podemos reinterpretar Nosferatu en el contexto de la República de Weimar. Un periodo de crisis continuas, ensombrecidas por el abatimiento que se cernía sobre el pueblo alemán después de su derrota en la Primera Guerra Mundial. En dicho contexto, es natural afirmar que el personaje de Nosferatu, que llega acompañado por una plaga de ratas, era una representación de diversas formas de ansiedad social. Formas que iban desde el inmigrante, al judío, a la incipiente presencia en la esfera pública de la mujer o a la homosexualidad. Esta última penada por un artículo que estuvo vigente hasta 1994.
Por lo tanto, si tenemos en cuenta la sexualidad de Murnau, su Nosferatu puede ser reinterpretada como una representación de los miedos que atenazaban a las personas homosexuales de la época. La película está llena de escenas con subtexto homosexual, que construyen el terror a partir de la idea que subyace bajo el personaje del Conde Orlok. El expresionismo fue el vehículo ideal para que Murnau representase el conflicto interno de una sociedad que no aceptaba la homosexualidad pero que ansiaba conquistar nuevas libertades a su costa.
Nosferatu utilizó recursos expresionistas como las sombras, pero también otros nuevos como el rodaje en escenarios naturales
Esta percepción se refuerza desde el principio de la cinta, cuando el protagonista, Hutter, paga a unos aldeanos para que le acerquen en carromato al castillo. A mitad de camino, el conductor se detiene y le hace saber que no va a avanzar más: “allí habita el diablo”, dice. Nosferatu es una película simbólica y a Murnau no le interesa tanto el acto físico de succionar la sangre de una víctima como lo que representa el vampiro. Se habla del diablo, pero también de que es una criatura que puede cambiar de forma para acechar a sus presas amparada por las sombras. Una criatura de la noche que vive recluida y alejada de todo el mundo, ocultándose para evitar la persecución. De hecho, será el abandono por parte del Conde de su morada lo que desencadenará su trágico final.
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La tensión sexual entre el joven visitante y el vampiro es una constante durante la obra, diluida en dosis casi imperceptibles. En una de las secuencias más interesantes y eróticas de la película, Hutter está cenando en el castillo bajo la atenta mirada del Conde, quién está deseoso de acercarse a él. Es evidente que siente un gran deseo por el joven que está sentado a su mesa y que tan solo está esperando el momento perfecto para mover ficha.
Durante el evento, el joven se corta en un dedo y el vampiro se acerca con celeridad a chupar la sangre que brota de la herida. Acto seguido, el Conde Orlok le suplica que se queden despiertos un rato más, a lo que Hutter accede aterrorizado. Al despertar, amnésico, Hutter descubre dos pequeñas marcas en su cuello —como si hubiesen pasado un rato bastante largo juntos— e intenta convencerse de que son dos picaduras de mosquito. Las expresiones de terror en su rostro y ese ímpetu por autoconvencerse de que no ha sucedido nada, no son más que una muestra de la represión de su propio deseo sexual.
El Conde Orlok, enmarcado en una puerta de forma curiosa, entrando en la habitación de su joven invitado
Esta experiencia nocturna, que se repetirá otra vez más, se ve subrayada cuando en los intertítulos del segundo encuentro se detalla el succionamiento de la sangre del joven y se proyecta la sombra de las garras de Nosferatu sobre el cuerpo dormido de Hutter. “En cuanto salió el sol, las sombras de la noche le abandonaron”, reza el texto que ilustra su despertar, lo que sugiere que las sombras son el encuentro y deseo sexual entre ambos hombres durante la noche y que deben ser, por tanto, disipadas.
Del mismo modo, existen otros elementos que refuerzan la mirada del director. La película pone el foco en un Hutter semidesnudo, aseándose, en una escena que no avanza el argumento, y está plagada de elementos fálicos: los arcos de las puertas del castillo o el propio aspecto del Conde. Por último, la conclusión de la historia viene dada por el sacrificio de la esposa de Hutter, que engaña al vampiro ofreciéndole su cuello para que se quede con ella hasta el amanecer. Una conclusión representativa de la incapacidad de una sociedad, dispuesta a morir, de acunar una diversidad sexual cada vez más relevante; pero que también parece decirnos que el camino para conquistar y desestigmatizar estos deseos es arrojarles un poco de luz.
La luz termina con la vida de Nosferatu al final de la película
El vampiro siempre ha estado ligado a vivencias queer y a la sexualidad. El claro matiz diferenciador de una criatura así respecto de la sociedad que la rechaza es el vehículo perfecto para representar ciertas problemáticas. Si bien los vampiros nacieron a partir de un caldo de cultivo que no tenía un afán reivindicativo, su representación posterior ha ido adquiriendo dicho estatus. Por ende, el personaje de Nosferatu es mucho más que su monstruosidad y el miedo que infunde, es una voz disidente que se apropia del terror para transformarlo en una disimulada reivindicación. Y no es que Murnau inventase nada nuevo con Nosferatu, el subtexto gay ya existía en la novela original de Bram Stoker.
Por suerte, se ha ido refinando tanto la representación de los vampiros como la de los personajes LGBT+, y hoy en día contamos con combinaciones de ambos que son complejas y que no giran únicamente en torno a su sexualidad. Desde Nosferatu hasta Entrevista con el vampiro (Neil Jordan, 1994), lo que nos queda claro es que los monstruos siempre han existido, solo que ya no están dispuestos a quedarse en el armario.
¿Dónde puedes verla?
Nosferatu puede verse en Filmin.
Buen artículo.