El sentido del deber es una constante en el cine bélico. Pero cuando el deber se convierte en promesa, entra en juego la imposibilidad de rendirse. Incluso si eso significa no (querer) creer el hecho de que el objetivo de la misión ya no existe. Porque se ha convertido en una razón para vivir. Quizás la única.
Arthur Harari estrena en cines la película que inauguró la sección ‘Un Certain Regard’ del 74º Festival de Cannes. Con varios galardones y un premio César a Mejor Guion Original, Onoda, 10.000 noches en la jungla navega entre ficción y realidad. Después de su primer largometraje, Diamant noir (2015), el cineasta francés dirige una agridulce historia antibelicista y de aventuras. Tanto dentro como fuera de la pantalla, ya que la barrera cultural e idiomática supuso una mayor carga de trabajo. Eso sí, basada en una historia real.
A finales de 1944, la II Guerra Mundial estaba terminando y Japón la estaba perdiendo. Temerosos por la delicada situación, los altos mandos japoneses idearon un plan secreto: entrenar a varios soldados para no rendirse jamás. Entre ellos, un joven Hirō Onoda. Para él, la guerra terminará en 1974, después de haber pasado casi treinta años sobreviviendo en una isla. A partir de esta premisa real, el relato se construye sobre un imaginario ficticio.
Doce semanas en Camboya sirvieron a todo el equipo para condensar el guion en boca de un estupendo reparto japonés. Harari, que se inspiró en los libros de aventuras de Stevenson, construye así un arco narrativo que abarca casi 30 años. Una canción y un diario trabajan como hilo conductor y, mediante flashbacks o elipsis, el paso del tiempo provoca un vértigo constante. Maestros de la aventura, como John Huston o David Lean, conseguían en sus obras que el espectador tuviese una experiencia física. Onoda también lo consigue. Sintiendo un calor insoportable, o la lluvia mojando tu cara, la aventura se traslada de la pantalla a la butaca. Con influencias de Mizoguchi o Kurosawa, una bruma humanista y existencialista empapa toda la cinta. Y, pese a que roza las tres horas de metraje, no se hace para nada pesada. Los toques de humor y la maestría del relato alcanzan una ligereza excepcional.
Con puntos fuertes, y otros más débiles, el conjunto de la historia es una delicia. Sobre todo, lo más importante: el “cómo”. Cómo Onoda cumple su misión, se adapta a la situación, cuestiona su moralidad o se siente abandonado. Es decir, cuestiones con las que de alguna manera nos sentimos identificados, y que permiten que vivamos lo mismo que el protagonista. Esa empatía también se traslada a una naturaleza impredecible y omnipresente. Tom Harari, hermano del director, firma la fotografía de Onoda; probablemente, uno de los aspectos más sobresalientes de la película, que tiende a utilizar una impactante iluminación natural. Con ello retrata paisajes sumergidos en una luz bellísima, a la vez que amenazante.
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Fotograma de Onoda ©bathysphere
Las interpretaciones tampoco se quedan atrás. Como bien comentaba el productor español Enrique Lavigne (Apache Films) en el preestreno de Onoda: “no vemos actores, solo personajes”. Un magnífico reparto japonés que, mediante encuadres reveladores o planos cortos, traduce la historia en una experiencia casi sensorial. Con ello, descubrimos (al igual que el protagonista) que lo complicado, incluso lo incomprensible, suena a verdad. Onoda consigue así el perfecto equilibrio entre ficción y realidad, emoción y circunstancia. En cines el 6 de mayo.
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Gracias!!