¡Nos encantan las bicicletas! Son un medio de transporte ecológico, saludable y económico que tiene sus orígenes en la Alemania de principios del siglo XIX. Si vives en Colombia, México o Chile tal vez la conozcas como “cicla”, “chiva” o “chancha”. La llames como la llames, seguro que has pasado incontables horas de diversión montado en una. En la ficción hemos visto la bici inmortalizada en series como Sex Education (Laurie Nunn, 2019-) o la mítica Verano azul (Antonio Mercero, 1981). Y cómo olvidar su breve aparición junto a Paul Newman en Dos hombres y un destino (George Roy Hill, 1969) o la bici voladora de E.T. el extraterrestre (Steven Spielberg, 1982). Pero la película donde la vemos brillar en todo su esplendor es en el clásico del cine italiano Ladrón de bicicletas (Vittorio De Sica, 1948).
Vale, es mentira. Esta peli no va sobre bicicletas. Sin embargo, todo su argumento se pone en marcha cuando a Antonio, el protagonista, le roban la bici que necesita para su trabajo. A este fenómeno narrativo lo llamamos el macguffin, una expresión que se le atribuye a Alfred Hitchcock, y no es otra cosa que una excusa argumental que hace que los personajes avancen en la trama.
El macguffin puede tener mayor o menor relevancia en la historia, y aunque para algunos pueda parecer un truco fácil, algunas de las mejores historias que se han contado se las debemos a un macguffin. Al fin y al cabo el Anillo de poder, el Halcón maltés o el Arca perdida no dejan de ser excusas para emprender un viaje plagado de aventuras. Aunque probablemente ninguna peli lo ha conseguido de la forma en la que Vittorio De Sica nos hace interesarnos por una historia tan anodina como la de un tipo al que le roban la bicicleta.
Fotograma de Ladrón de bicicletas
Precisamente lo cotidiano es sobre lo que gira el neorrealismo italiano. Al igual que en el cine de todos los países, el fin de la Segunda Guerra Mundial en Italia supuso una revolución tanto estética como narrativa. Ladrón de bicicletas, igual que otras muchas obras de autores italianos, es una rebelión contra el tipo de cine que promovía el régimen fascista, donde predominaban los géneros histórico y musical.
Vittorio De Sica encontró en el viaje de Antonio y su hijo Bruno una forma de nadar a contracorriente, con una historia a simple vista insignificante, en blanco y negro, con diálogos improvisados y actores no profesionales. El neorrealismo italiano se valía de estos conflictos pequeños para impulsar el cine como un instrumento de crítica social, y Ladrón de bicicletas hace eso mismo: contar algo grande a través de una historia pequeña.
El macguffin de una bicicleta robada hace que aprendamos la cruda realidad de los barrios obreros de la Italia de la posguerra. Antonio vive en una Roma sumida en el hambre y la extrema pobreza. La bicicleta es al mismo tiempo un artículo de lujo y un medio indispensable de supervivencia, un símbolo del mínimo necesario al que muchos no llegan.
Fotograma de Ladrón de bicicletas
Pero de nuevo, Ladrón de bicicletas no es una peli que vaya de bicicletas, va de ladrones. Me explico: la Italia que nos enseña Vittorio De Sica es un lugar donde la ley y el orden no son capaces de llegar. Cuando pierde su bici, Antonio acude en primera instancia a la policía, que enseguida se lava las manos y deja a padre e hijo buscando la justicia por su cuenta. Sin embargo, la amenaza de llamar a la policía sí es suficiente para sacar información del paradero de su bici. Antonio se mueve en un territorio donde gobierna la picaresca y la delincuencia. Pero robar una bicicleta no es una cuestión de buenos y malos, sino un síntoma de exclusión social.
En el mítico final en el que Antonio se convierte en ladrón de bicicletas ante la mirada de su hijo Bruno no estamos presenciando una pérdida de su moralidad, sino una respuesta inevitable ante un sistema que le ha fallado. Porque Ladrón de bicicletas no va de bicicletas, sino de lo cerca que estamos de tener que robar una.
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