El 20 de julio de 1969 las calles se vaciaban y medio mundo permanecía frente al televisor, admirando ese pequeño paso para el hombre, pero gran paso para la humanidad. Richard Linklater aterriza en Netflix con Apolo 10 ½: una infancia espacial para acercarse a ese momento desde otro punto de vista: no el que mira el planeta tierra desde un cohete, sino el que mira hacia las estrellas desde un patio de recreo.
Stan es un niño de 10 años al que la NASA contacta para mandarle a la luna porque han construido por error una nave demasiado pequeña. O al menos eso es lo que él recuerda. Entre la aventura espacial y el día a día de Houston, Linklater construye un maravilloso relato sobre la memoria, el hogar y el sueño americano. ¿Qué tiene de especial? ¿Cómo es la visión de Linklater? Para responder a eso, nada mejor que acudir a sus propias palabras.
«12 hombres caminaron sobre la luna, pero cientos de millones les vieron hacerlo. He visto suficientes pelis sobre los primeros»
Si Linklater tiene un estilo a la hora de contar historias, está condensado en esa frase. Busca contar con grandilocuencia los pequeños instantes, esos que con el paso de los años recordamos con más nitidez que cualquier gran acontecimiento. Por eso en la memoria de Stan están al mismo nivel su viaje a la luna que los peculiares castigos de su profesor. Si los pequeños detalles de su hogar tienen una textura que los hace únicos es precisamente porque no podrían haber ocurrido en otra parte del mundo.
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Eso es lo que le interesa a Linklater. En sus palabras: «¿Qué se siente al ser un ser humano en un determinado momento de la historia?». Solo los elementos más viscerales reinan en sus guiones, las personas y sus circunstancias, no las tramas o las peripecias cerebrales. Por eso en Apolo 10 ½ la estructura no tiene ninguna lógica, solo viajamos entre momentos sin preguntarnos por qué. Y cuando las justificaciones no vienen de la trama, sino de las emociones, la credibilidad es una delicada puntada que dar.
«Quería capturar la borrosa línea entre memoria y fantasía, y este tipo de animación lo hace coherente»
La rotoscopia en Apolo 10 ½
Linklater ya tenía experiencia en la rotoscopia —rodar en live action para después “pintar” sobre la imagen—, pero en cada caso lo ha hecho con propósitos y estilos muy distintos. En Apolo 10 ½ busca una animación que consiga llevarnos al terreno de la imaginación, un lugar en el que sea más fácil esquivar nuestro lado cerebral, suspender nuestras barreras de credulidad para atacar solamente a la emoción. Un terreno en el que no nos preguntemos por qué la NASA se ha equivocado con las medidas de su cohete y tiene que mandar a un niño pequeño.
Pero tampoco estamos en Fellini 8½ (Federico Fellini, 1963), Linklater no se inspira en el cine surrealista sino que busca algo tan complicado como hacernos entender una visión distorsionada y contradictoria de la realidad como si fuese real. Algo que se parezca, en el mejor de los casos, a la memoria. Y por eso la rotoscopia es la mejor opción, porque aun siendo animación, sabemos que hay algo de verdad en las imágenes. Una historia real ha ocurrido, aunque ahora Linklater pinte sobre ella y la haga suya, como hacemos nosotros con los recuerdos.
Los padres de Stan en Apolo 10 ½
Así consigue esa mezcla maravillosa entre fantasía y realidad. Durante toda la película tenemos una extraña sensación onírica, abstracta. Y es que lo que Apolo 10 ½ está construyendo es un recuerdo, y los recuerdos de la infancia son nítidos, cristalinos y, probablemente, falsos. Las incongruencias no las vemos como errores, igual que un sueño donde todo carece de sentido pero nos parece que tiene una lógica aplastante. ¿Y cómo consigue algo así? Aparte de la rotoscopia, es gracias a, aunque parezca absurdo, un milimétrico respeto por la historia real.
Cada escena está bañada en un mar de detalles, anécdotas y datos históricos. Muchas pequeñas verdades que retratan mejor la vida en Houston que cualquier ensayo de sociología. Y es que acercándose con tanto mimo a la inmutable y cultural rutina houstoniana, acerca también las fantasías a la realidad. Ahora bien, ¿cómo es esa rutina?
«La infancia termina cuando te das cuenta de cómo funciona realmente el mundo, y tu insignificante papel en él»
Según dice el propio Stan, “Houston es el lugar ideal para ser un niño”. Todo parece estar centrado en ti, una ciudad en el punto de mira de los avances tecnológicos, donde tus sueños y héroes cobran vida, donde todo crece de forma frenética y la familia supone el pilar fundamental de la sociedad. En definitiva, criarse en el epicentro del sueño americano es una fantasía hecha realidad. O eso creen.
Si hay algo que reine en este estilo de vida son dos cosas. Primero la familia, tradicional y aparentemente perfecta. Esa que cree en su país, que cree estar cumpliendo el sueño del ciudadano libre, trabajador y honrado, aunque en el fondo sean unos fracasados. Ese orgullo se plasma de forma impecable en la figura del padre, que se cree responsable de la llegada del hombre a la luna, aunque haya trabajado remotamente en un pequeño departamento de un insignificante sector de la NASA. ¿Cómo ha llegado a creerse esa mentira? Gracias al segundo eje, a parte de la familia, de la vida en Houston: el televisor.
Stan y su familia frente al televisor
Y cuando hablamos del televisor hablamos del gobierno, que utilizaba la “caja tonta” como un brazo institucional más fuerte que el propio ejército. Una tele que repite a los niños estadounidenses que son el centro del mundo. Desmontar ese engaño americano es probablemente a lo que Linkater se refiere con darse cuenta de nuestro insignificante papel en el mundo.
Ese, es precisamente, el mismo discurso que recibiría el padre de Stan de pequeño, y por el que ahora le parece absurdo que sus hijas se metan con el gobierno o que le duela que se queden dormidos viendo el primer alunizaje. Su padre no ha llegado a darse cuenta de su insignificante existencia, a deconstruir el sueño americano, pero tal vez, su hijo Stan un día sí lo haga.
Apolo ½ está disponible en Netflix