100 años de Luis García Berlanga, nada más y nada menos. Y a algunos esta fecha tan señalada nos ha pillado conociendo al maestro mucho menos de lo que nos gustaría admitir. Seamos sinceros, con tantos estrenos diarios en salas y plataformas, nos falta tiempo para volver la vista atrás, hasta da pereza. Sobre todo porque cuando por fin te animas a ver esa película “imprescindible”, no tienes claro si lo haces porque realmente te apetece, porque debes o, simplemente, porque quieres tacharla de la lista de una vez para que ese amigo mucho más cultivado que tú deje de hacerte sentir moralmente inferior.
A riesgo de tomar el papel de la amiga repelente, hoy me dirijo especialmente a los —como yo hasta hace poco— no-iniciados en Berlanga (aunque los fans de pura cepa también son bienvenidos). Y lo hago con la esperanza de que, cuando terminéis de leer, no podáis aguantaros las ganas de volver a posponer vuestras obligaciones para dedicarle unas horas de vuestra vida a la extensa y valiosísima filmografía de este gran referente del cine español. Ojalá os deje tan enamorados como a mí.
¿Por qué hay que ver a Berlanga? Porque su obra, que se extiende a lo largo de las décadas más turbulentas y cambiantes de la historia reciente de nuestro país, ilustra con maestría la sociedad española del momento. Porque sus planos secuencia rebosantes de gente hablando son tan naturales y fluidos que cuesta darse cuenta de lo técnicamente complejos que son. Porque amaba a todos y cada uno de sus mezquinos personajes, que eran personas, e hizo con ellos una excelente radiografía de las miserias humanas. Porque regateó con la censura durante años y logró dejarnos algunas de las propuestas más críticas de la época de la dictadura disfrazadas con su inigualable humor. Y, sobre todo, por algo que Álex de la Iglesia explicó mucho mejor de lo que podría hacerlo yo:
«Berlanga metió un puño en mi corazón y lo arrancó de cuajo, mientras con la otra mano me hacía burla»
¿Y, por dónde empezar…?
Bienvenido, Mister Marshall (1953)
No fue su primera película, pero sí la primera en ser estrenada. Escrita junto a Bardem pero dirigida finalmente en solitario, lanzó a Berlanga a ser reconocido internacionalmente. Irónicamente, Bienvenido, Mister Marshall cuenta la historia de un pequeño pueblo castellano que debe impresionar a “los americanos” para que este se beneficie del plan Marshall. Y así, los vecinos llegan a la conclusión de que la mejor manera de conseguirlo es abrazar el tópico y disfrazarse de pueblo andaluz —por contrato, la película debía ambientarse en Andalucía—. El resultado es un viaje emocional en el que se embarcan todos los vecinos de Villar del Río, llenos de ilusión, sin ser conscientes de que sus expectativas podrían no cumplirse.
Absurdamente divertida, amena y narrada casi como si de un cuento se tratase, forma parte de esa primera etapa en la que el estilo de Berlanga aún no estaba del todo definido. Pero ya orquestó aquí una comedia coral poblada de personajes entrañables que se hacen de querer a pesar de sus defectos.
Plácido (1961)
En esta ácida cinta que llevó a Berlanga a los Oscar, el director utiliza la sátira para criticar la hipocresía de la sociedad española y la Iglesia. Mientras los ricos participan en una campaña de Navidad en la que invitan a cenar a los más desfavorecidos («Siente un pobre a su mesa», basada en una real), Plácido y su familia —que también son pobres, pero no tanto como para ganarse la caridad— se embarcan en una aventura burocrática para conservar su herramienta de trabajo: un motocarro.
Plácido es la eclosión del Berlanga que conocemos (o conoceréis). Con ella define un estilo que desarrollará en las siguientes películas: la fluidez y naturalidad de la puesta en escena en sus planos secuencia; la coralidad y la incomunicación, con todos esos personajes moviéndose y hablando a la vez, incapaces de pararse a escuchar; y la visión pesimista, pero tierna, del ser humano. Parte de ello se debe, seguramente, a su coguionista, Rafael Azcona. Plácido es la segunda colaboración, tras el piloto de una serie que no llegó a emitirse, de una relación que duraría años y nos dejaría un puñado de películas tan divertidas como demoledoras, en las que es inevitable cogerle cariño a cualquier personaje, por mezquino que sea.
El Verdugo (1964)
En EEUU decían que allí jamás se habría podido hacer esta película. En Venecia, el embajador español la acusó de formar parte de un complot comunista. El Verdugo es una comedia negra contra la pena de muerte que logró salir a flote en mitad de la dictadura franquista. Toma ya.
Eso sí, Berlanga hacía películas de personajes, no de tesis. Por eso, su opinión personal no impidió que Amadeo, el verdugo jubilado, defendiera con pasión la humanidad de su oficio sin dejar de parecernos adorable, mientras convencía a su yerno de que aceptara el puesto aunque le tuviera pánico a la mera posibilidad de llevar a cabo una ejecución. Los guionistas opinan, sí, pero sobre el género humano, sus miedos y contrasentidos.
Esta es, tal vez, la película ideal para zambullirse en la filmografía del director: el humor que maneja es visceral y entrañable, sus personajes parecen reales y no puedes dejar de sufrir y reír con ellos, y es un incisivo retrato de esa sociedad que no solo obligaba a morir, sino también a matar.
La escopeta nacional (1978)
Es la primera película que rueda Berlanga en España sin estar bajo la atenta mirada de la censura, y se nota. Al poner sobre la mesa temas de conversación que habían estado desaparecidos durante décadas, la película se convirtió en un taquillazo.
Partiendo de una de esas cacerías en las que se hacían negocios en los años de Franco, La escopeta nacional inicia la trilogía (desde hace solo unos días, tetralogía) de los Leguineche, un mordaz fresco de la clase política y la aristocracia decadente del tardofranquismo y la Transición.
Esta divertida comedia de enredo mezcla las miserias morales más bajas de los sectores privilegiados y sirve como muestra de la maestría formal que logra alcanzar Berlanga: la cámara es un personaje más en un frenético ir y venir donde nadie para quieto.
La vaquilla (1985)
Si Berlanga se dedicó a satirizar la conducta y las instituciones españolas, un acontecimiento tan relevante como la Guerra Civil española no podía ser menos. Sin embargo, aunque intentó sacarla adelante desde 1948, su comedia sobre unos soldados republicanos que cruzan las líneas enemigas para robar una vaquilla y boicotear las fiestas de los nacionales tuvo que esperar a los años 80, incapaz de sortear la censura.
En La vaquilla se desmitifica la guerra reduciéndola al absurdo que realmente es. Según Berlanga, entre las trincheras imperaba la supervivencia, no la ideología, y en muchos casos la gente de a pie pertenecía a un bando u otro más bien por razones geográficas que por convicciones. Lo traslada a su película en momentos de admiración mutua y complicidad entre soldados enemigos que podrían pensarse imposibles. Aunque los personajes, una vez más, muestran lo peor que llevamos dentro para hacer comedia, la cinta sirve como un puente reparador hacia la reconciliación.
Gracias por estas y tantas otras, Berlanga, por las lecciones y por el corazón.
Perfectamente descritas, no puedo estar más de acuerdo. Prometo ver las que me faltan.
Gracias, Lucía.