El cine, desde su origen, es uno de los reflejos más fieles de la realidad. Da que pensar que la primera película francesa mostrase a obreros saliendo de una fábrica, mientras que la primera película española mostraba a un pueblo saliendo de la iglesia y la primera estadounidense mostrase sexo y violencia. Hablan por sí solas de los lugares en los que nacen, y el thriller no es una excepción.
Mostrar la violencia con una ambición estética, ahondar en la psique del criminal, o presumir del poder de los organismos del estado, son elementos que caracterizan muchos de los thrillers estadounidenses de referencia: Seven (David Fincher, 1995), True Detective (HBO, 2014) o Mindhunter (Joe Penhall, 2017). La sofisticación, los retos intelectuales y un tono menos violento nos llevan automáticamente a las producciones británicas: Happy Valley (Sally Wainwright, 2014), Sherlock (Steven Moffat y Mark Gatiss, 2010) o Broadchurch (Chris Chibnall, 2013 - 2017). Y un tercer ejemplo, cada día más en auge, es el thriller surcoreano: con una violencia física y seca, un trasfondo social y unas tramas especialmente enrevesadas. Ahí tenemos Oldboy (Park Chan-wook, 2003), The Fake (Saibi, Yeon Sang-ho, 2013), I Saw the Devil (Angmareul Boatda, Kim Jee-woon, 2010) o Mother (Madeo, Bong Jong-Ho, 2009) como claros referentes.
De nuevo, hablan por sí solos, pero, ¿y el thriller español? ¿Qué lo hace nuestro? Pues durante este último siglo las películas y series han venido compartiendo muchas características, desde La caja 507 (Enrique Urbizu, 2002), pasando por Celda 211 (Daniel Monzón, 2009) hasta la nueva Antidisturbios (Sorogoyen y Peña, 2020).
El thriller español es aquí y ahora
Las historias están plagadas de escenarios reconocibles tanto icónica como atmosféricamente. La ambientación se nutre de elementos cotidianos con los que rápidamente nos sentimos identificados, colocando los conflictos allá donde el espectador pueda verse plenamente envuelto, donde pueda entrar en la historia “sin salir de su barrio”. Si las películas están tan determinadas por nuestra cultura es por una intención muy consciente de convertirse en su reflejo. Un ejemplo admirable es esta escena de El Reino (Rodrigo Sorogoyen, 2018), que lleva un conflicto político actual a una situación cotidiana con una naturalidad más que envidiable:
Habla de nuestros miedos
¿De qué van estas películas y series? Los conflictos principales los encontramos preguntándonos a qué tememos los españoles. Y como es natural, es de las duras sacudidas que sufre un país de donde salen los miedos de sus habitantes. O dicho de otra forma: terrorismo, herencia del fascismo, corrupción política, brutalidad policial, crisis económica… Son conflictos universales, pero la mirada con la que los muestra el thriller español y el contexto en el que se desarrolla solo pueden ser nuestros.
En La isla mínima (Alberto Rodríguez, 2014) la herencia del fascismo es constantemente el telón de fondo
El prota es tu vecino, el malo el del kiosko de la esquina
De nuevo, aquí y ahora. Los protagonistas de las historias son el español medio, una figura con la que los espectadores estamos familiarizados, con nuestras costumbres y preocupaciones. Y no quiero decir que falten grandes asesinos, políticos, ladrones o detectives. Digo que estos no han salido de una gran producción de Hollywood, sino que son el resultado de nuestra política y sociedad. No son más que el amigo, vecino o conocido que estamos acostumbrados a encontrarnos por la calle.
Ese Antonio de la Torre que, buscando venganza, podría haber sido en Tarde para la ira (Raúl Arévalo, 2016) un veterano de guerra con inmejorables dotes para el combate, pero que en su lugar es “tan solo” un humilde e inocente hombre de a pie. O ese jefe de policía que podría haber tenido experiencia en los casos más complejos de la historia del crimen español, pero que en Antidisturbios es solo un fracaso de padre que intenta sacarse las oposiciones.
Fotograma de Antidisturbios
La ambigüedad
El delicado equilibrio que existe entre un distanciamiento total del espectador y el interesante juego de éticas, contradicciones, comportamientos imprevisibles, dobles sentidos y perspectivas morales inciertas (tanto en los personajes como en los temas) es algo con lo que el thriller español juega a su favor constantemente. Y seguramente lo haga por una marcada herencia del cine negro, del que es intrínseco un sentimiento de incertidumbre moral al acabar las películas. Sus finales buscan emociones desagradables dadas, no tanto por las imágenes, sino por las conclusiones que extrapolamos de estas y que, de nuevo, están directamente relacionadas con nuestros miedos.
Da que pensar el debate final de El reino (Rodrigo Sorogoyen, 2018), que pone en jaque a un protagonista que creíamos redimido, cuestionando así si existe de verdad eso que llamamos perdón, y al mismo tiempo pone en duda la integridad de los medios de comunicación españoles. Lo mismo ocurre con la irónica y cruel falta de sentido que cobra la venganza en el plano final de Quien a hierro mata (Paco Plaza, 2019), en uno de los encuadres más impactantes del cine español reciente.
Fotograma final de Quien a hierro mata (Paco Plaza, 2019)
La violencia
No nos encontramos ante héroes idílicos, ni guapos, ni buenos… ni siquiera héroes. Son tan solo el producto de un contexto político y social determinado al que se ven obligados a combatir. La vía para canalizarlo, así como reflejar la crudeza de sus temas, solo puede ser la violencia. Viven envueltos en un mundo violento y esta violencia social los conduce a una violencia individual, que promueve y redefine la primera. Es un círculo vicioso tan propio del thriller como de nuestra sociedad.
¿Y cómo es esta violencia? Está lejos de la mirada elegante de los thrillers británicos, pero también de la del cine estadounidense, que se guía por el sentido del espectáculo. También se diferencia del thriller coreano, que aun siendo igual de seco, el realismo está mucho más presente en nuestro país. De hecho, podríamos decir que es una violencia “de andar por casa”, tan fría y desagradable como real.
Fotograma de No habrá paz para los malvados (Enrique Urbizu, 2011)
Detrás de todas estas decisiones hay una clara generación de realizadores que han encontrado en este género la vía para establecerse en la industria como talentosos cineastas. Hablo de nombres como Isabel Peña, Rodrigo Sorogoyen, Daniel Monzón, Raúl Arévalo, Alberto Rodríguez, Rafael Cobos, Daniel Calparsoro…
Pero no solo detrás de las cámaras, sino también delante de ellas. Se ha generado una especie de Star System, que tanto predominaba hace muchos años en Hollywood, y que a día de hoy sigue vigente. Me refiero a caras como las de Luis Tosar, José Coronado o Antonio de la Torre, que acaparan la gran mayoría de papeles principales en estas películas. Afortunadamente, y sin menospreciar a estos grandes actores, parece que poco a poco se dan a conocer nuevos talentos acompañados de un lento pero constante auge de las producciones regionales en España.
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Y por supuesto que no todo el thriller español es así. Seguimos viendo grandes producciones que —y no es algo malo per se— glorifican y estilizan la violencia o descontextualizan las historias de nuestros barrios, como las series de Alex Pina La casa de papel (2017-2021) o Sky Rojo (2021). Aun así, los numerosos thrillers españoles de los que hablamos comparten patrones más que suficientes como para poder decir que estamos ante una corriente narrativa y estética definida, incluso aunque no se haya desarrollado de una forma consciente. Y no sé lo que le aguarda a estos thrillers, pero podemos vaticinar que, para mantener su esencia, sabrá adaptarse a los miedos que definan nuestro país en el futuro.