Hay algo extraordinario en la cotidianidad de ir al cine. Una especie de inquietud grata crece tras acciones tan corrientes como acelerar el paso cuando atisbamos, por fin, el letrero iluminado al final de la calle, mirar los carteles sobre las cabezas de la cola esperando que queden asientos en el centro y al fondo, o la nada trivial decisión de si resistirnos o no esta vez al olor de las palomitas. Buscar, después, nuestra butaca entre tantas filas, dejarnos engullir por la oscuridad y sentir la piel erizarse levemente cuando nuestras pupilas menguan de golpe ante la luz de la enorme pantalla que acaba de encenderse. Es emocionante y acogedor. Y bonito. Hay belleza en la experiencia colectiva, en el hecho de compartir, sufrir y reír con todos esos desconocidos, sin necesidad de hablar (no habléis en el cine, porfa), sin tener siquiera que mirarse a los ojos.
Y entre desconocidos que se encuentran para ver una historia, a veces se generan historias nuevas. Hace solo unas semanas, mis amigos y yo seguíamos, compungidos, los nombres y apellidos que danzaban por la pantalla al son de La Musique du Futur al final de una proyección de Petite Maman (Sciamma, 2021). Un par de filas delante de nosotros, una madre y una hija se dieron un abrazo. Y, de repente, todos nos echamos a llorar… Y a reír. No sé si se vería de lejos más ridículo que entrañable; yo me quedo con la intimidad y la ternura de esa catarsis emocional compartida, hacia la que miraré siempre con cariño. Es difícil encontrar eso en el sofá.
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El moderno Sherlock Holmes (Buster Keaton, 1924)
Recuerdo también, un par de meses atrás, que mi cuerpo entero retumbaba con la sobrecogedora música de Dune (Villeneuve, 2021) mientras se me llenaban los ojos de la arena de un desierto infinito. Y aún antes, en mayo, con la emoción casi doliéndome en el pecho por poder verla por fin en salas, me maravillaba descubriendo cosas en la trilogía de El Señor de los Anillos (Jackson, 2001-2003) que nunca había sido capaz de ver u oír en casa, a pesar de haberla revisionado lo suficiente como para recitar los diálogos de memoria.
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Que el cine se ve y se escucha mejor en el cine no se puede rebatir. De la calidad técnica imposible de igualar por la tele del salón somos ya todos conscientes. Pero además, el cine precisa una concentración que difícilmente podrá conseguir en casa, entre tantos estímulos y la persistente tentación de echarle un vistazo al móvil. La sala, sin embargo, está diseñada para capturar nuestra atención, para sumergirnos en la historia y hacernos respirar al ritmo que el director ha planeado. En los cines en los que se cuidan los detalles con cariño, todos los elementos se conjugan para crear la atmósfera idónea para cada película, para dibujar a nuestro alrededor un paréntesis que nos aísle de nuestras ajetreadas vidas.
La La Land (Damien Chazelle, 2016)
Entre esos ingredientes, no quisiera que nos olvidáramos de la compañía. Decía Fernando León sobre El buen patrón (2021) que, en obras como la suya, «con una sala llena de gente, el tercer elemento, es decir, el público, las completa». Y es cierto. La respuesta del espectador, esas reacciones que se contagian de unos a otros, le dan las últimas pinceladas a una película, y eso es algo que muchos directores tienen en cuenta. Por eso, ver cine en una sala rodeados del resto del público —siempre que no nos toque esa minoría de espectadores poco respetuosos— puede hacer la experiencia muy distinta, y más íntegra, que si lo vemos solos.
Y cuando ese sortilegio sale bien, la magia sobrevive a los créditos. Salir a la calle, donde ya habrá oscurecido, para comentar la película con nuestros acompañantes o, simplemente, para pensar en ella en silencio en el camino de vuelta es otro privilegio que añoro cuando veo cine en casa. Allí es difícil no ponerse inmediatamente a hacer cualquier otra cosa que, en ese momento, parece más urgente que reflexionar sobre lo que hemos visto y permitirnos salir poco a poco del hechizo.
Café Society (Woody Allen, 2016)
Las mías son solo algunas de esas experiencias únicas y exclusivas de las salas de cine, las mismas que aún no se han recuperado de la pandemia y la lluvia de estrenos en plataformas. No querría que 2022 fuera el año en que la forma más pura de vivir el cine quedara relegada a las superproducciones. Está en nuestras manos, en las de los espectadores y también en las de los exhibidores, que sea el año en el que todos volvimos a las salas, y las salas nos recibieron con el mismo cariño.
Cuando fui al cine por primera vez después del largo parón por la pandemia, proyectaron este vídeo antes de la película. Ojalá me ayude a convencer a los más reacios de que la magia del cine es más fácil de encontrar en las salas de cine.
👏👏👏