La última película de Paul Thomas Anderson se estrenó el pasado viernes en España y ya es una de nuestras favoritas del año. Licorice Pizza está ubicada en los años 70 en el Valle de San Fernando, cerca de Los Ángeles, y es tan específica de ese lugar y su idiosincrasia como universal en la historia que cuenta.
Para bien o para mal (para bien, en la humilde opinión de esta redactora), está claro que Licorice Pizza es una película especial en muchos aspectos. Tratamos de analizar cuáles son esas cosas que la hacen diferente.
No son guapos
Partamos de esa frivolidad. No es que los personajes no sean guapos, claro: simplemente no son "hollywoodiensemente" guapos. Podrían ser las personas reales en las que se basan los biopics que luego interpretan celebrities mucho más perfectas.
«Me recuerdas a un perro. Eres como un pitbull inglés con sex appeal».
La representante a Alana
Fotograma de Licorice Pizza
Es una frivolidad, decíamos, pero está claro que es una decisión consciente. Porque los protagonistas tienen algo mucho mejor que la belleza: tienen magnetismo. Como la primera vez que ves a Phoebe Waller-Bridge y te preguntas si es o no es guapa, y después de verla en Fleabag (2016-2019) te preguntas cómo alguna vez fuiste capaz de hacerte siquiera esa pregunta.
Hay algo innato en ese magnetismo de Alana (Alana Haim) y Gary (Cooper Hoffman), pero gran parte viene de la química que hay entre ambos. Es a través de los ojos del otro que terminamos viéndolos guapos, más a medida que se van conociendo, y observando.
También ocurre con el resto de personajes y esos celos que ambos sienten cuando ven a otros que los miran. Es ese juego de miradas que es el cine, y también el amor: la belleza depende del plano. De la lente. O de los ojos.
Ir corriendo hacia lo que importa, y también hacia lo que no
Fotograma de Licorice Pizza
Pero ubiquémonos: Gary es un adolescente de 15 años que conoce a Alana, una década mayor, cuando ella está trabajando en la empresa que hace fotos para el anuario de su instituto. Inmediatamente le pide salir, pero ella le dice que solo pueden ser amigos, y ahí comienza una improbable amistad entre los dos.
Cuando no van en el descapotable de la madre de Gary, Gary y Alana van corriendo a todas partes. Si hay algo que hacer, no puede esperar: hay una urgencia de la adolescencia que parece que incluso Alana mantiene, o se ha contagiado de Gary. La mayoría de las veces no hay prisa, simplemente hay un sitio al que ir, pero ¿por qué no deberían llegar cuanto antes?.
En esos sitios a los que Gary y Alana van pasan muchas cosas. Pasan tantas cosas que no pasa nada. Conocemos a muchísimos secundarios increíbles sobre los que querríamos saber más, pero los vamos perdiendo de vista. Vamos viendo a Gary emprender negocios, a Alana buscar su pasión en el cine o en la política.
Pero cuando Gary y Alana se dejan los pulmones corriendo es cuando van a lo verdaderamente importante: cuando uno de los dos necesita su ayuda, el otro corre hacia él como si no hubiera un mañana. Esa es la trama importante, que nunca se pierde de vista en las otras ramificaciones: la relación entre ellos dos.
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El juego realidad-ficción
Fotograma de Licorice Pizza
Anderson juega bien a ese juego de la nostalgia que hemos visto mucho últimamente en el cine. Cuenta una historia en el Valle de San Fernando de su infancia, que está tan cerca y tan lejos de Hollywood. Y para contarla introduce muchos elementos reales: toda la película está llena de guiños a la época en la que se inspira, con personajes como el peculiar productor John Peters, que fue pareja de Barbra Streisand y aquí está interpretado por Bradley Cooper.
Pero el juego también funciona con los actores: las dos hermanas de Alana (que en la vida real también es Alana) son sus hermanas en la realidad: las tres integran el grupo Haim, como su apellido. Sus padres de la ficción también son sus padres reales. Gary, por su parte, está interpretado por Cooper Hoffman, hijo de Philip Seymour Hoffman, fallecido en 2014, y que había protagonizado las películas anteriores de Paul Thomas Anderson Magnolia (1999), Punch-Drunk Love (2002) y The Master (2012).
El amor platónico también es amor
Fotograma de Licorice Pizza
Pongámonos cursis, que ya estábamos tardando. Decía Cortázar que no se puede elegir a quién se ama: “vos no elegís la lluvia que te va a calar hasta los huesos cuando salís de un concierto”.
Paul Thomas Anderson coge algo que a priori nos produciría rechazo, una relación entre un adolescente de 15 años y una joven que se acerca a la treintena, y hace que empaticemos tanto con los personajes, que entremos tanto en la película, que no nos importe.
Al final, da igual que Gary y Alana sean amigos o sean algo más. O tal vez no dé igual, no lo sé. Pero son dos personas que se han encontrado y han conectado. Son dos personas a su manera atrapadas —Alana está en plena crisis del cuarto de siglo y Gary está en ese momento extraño que es la adolescencia— que buscan algo, y que han encontrado ese algo en el otro. Intuimos que no puede durar, pero la peli nos deja claro que eso no es lo importante.
«—En seis meses tú estarás viviendo en una mansión y yo voy a cumplir treinta y voy a seguir trabajando haciendo fotos de niños de instituto. Me vas a olvidar.
—No te voy a olvidar, igual que tú no me vas a olvidar».
Alana y Gary