‘Desconocidos’ es un desgarrador alegato al poder reparador del amor
No puedo seguir viendo sufrir a Paul Mescal. Y necesito volver a ver a Andrew Scott enamorarse. Pero ellos —y los también magníficos Claire Foy y Jaime Bell— no son lo único emocionalmente estremecedor de Desconocidos (All of Us Strangers, en su título original). La última película de Andrew Haigh adapta la novela de Taichi Yamada para contarnos el íntimo y casi milagroso encuentro entre dos hombres solitarios que necesitan querer para sanar y sanar para querer.
Adam y Harry son los únicos habitantes de un moderno edificio lleno de apartamentos a estrenar. Sus ventanales les permiten contemplar Londres desde la distancia de quien tiene emociones demasiado pesadas para dejarle internarse en la bulliciosa cotidianidad de la ciudad. Las de Adam lo persiguen desde la noche en que sus padres murieron en un accidente de tráfico y lo dejaron, a sus 12 años, solo en el mundo. Las de Harry solo puede destaparlas Adam. Pero mientras los dos vecinos aprenden a ser amantes, Adam tiene el corazón también en otro lugar, porque cuando coge el tren para volver a la casa de su infancia descubre que sus padres están allí esperándolo, exactamente igual que como los recordaba.
Dolor, amor, muerte. Son quizá tres de los conceptos cuya asimilación puede hacernos sentir más vivos, más conscientes de nuestro cuerpo, de nuestra existencia, de la subjetiva relevancia de nuestros días en un universo que nos concibe irrelevantes. Desconocidos bebe de ellos y quizá por eso se percibe de una forma tan abrumadoramente tangible.
Porque a pesar de partir de un concepto tan bizarro, cuya esencia cuestiona directamente la realidad, todo en esta película parece cercano, auténtico y extremadamente sensorial. El ejemplo obvio son las escenas sexuales en las que Adam se reconcilia con el contacto humano y se deja cautivar por la vertiente física de su aún incierta relación con Harry, si bien cuando deriva irremediablemente a algo mucho más emocional, su intimidad está igualmente tan bien retratada que casi se puede respirar. Pero esta sensación de aquí y ahora se evidencia en el enfoque realista de la parte fantástica de la historia. Andrew Haigh decidió que sus fantasmas serían corpóreos y cálidos, que hablarían con la naturalidad de cualquier padre que recibe una visita de su hijo, que el viaje hasta ellos sería tan mundano y cotidiano como coger un cercanías.
Adam (Andrew Scott) y sus padres (Claire Foy y Jaime Bell)
Sin embargo, no hay nada de mundano en esas escenas. De la misma forma que la preciosa Petite maman (Céline Sciamma, 2021) exploraba el tierno encuentro entre una madre y una hija siendo las dos aún niñas, Adam ya es adulto e incluso algo mayor que sus padres, suspendidos en el tiempo, cuando los visita. Desconocidos destruye así la barrera de la edad entre ellos, pero no la generacional ni la que responde a sus roles como progenitores y progenie. De ahí surgen fascinantes conversaciones —entre lo que se verbaliza y lo que se sobreentiende— sobre la soledad del diferente, las expectativas, la homosexualidad o los errores de la paternidad, cuya emotividad y carga dramática se sitúan entre los grandes méritos de la película.
Ι Leer más: ‘Petite maman’ : tu madre una vez tuvo ocho años
«—Siento no haber entrado nunca a tu cuarto cuando te oía llorar.
—En serio. No pasa nada.
—Sí que pasa.
—Papá. De verdad. Fue hace mucho tiempo».
Conversación entre Adam y su padre
Fotogramas de Desconocidos
¿Importa realmente cuánto tiempo haya pasado desde que se abrió una herida, desde que sufrimos una ausencia, desde que se gestó un trauma? Aprender a vivir con algo no implica superarlo. Eso cree Harry, al menos, cuando le da el pésame a Adam por su orfandad y él le contesta igual que a su padre:
«— Pasó hace mucho tiempo.
— No creo que eso importe».
No importa, el tiempo no cura por sí solo. Adam ha soportado el peso de su duelo durante décadas, y solo es capaz de liberarse reconociendo y perdonando las partes menos agradables del trato con sus padres. El paso de los años tampoco le ha hecho más fácil la tarea de abrirse a la gente y renunciar a esa soledad que, alimentada por la pérdida de su familia y el rechazo de su entorno a tan temprana edad, parecía intrínseca a su propia existencia. Para volver a querer necesita la oportuna casualidad de encontrarse con el cuidado y el amor desinteresados de otro hombre que atisba en su dolor el suyo propio. Y, por supuesto, tener la oportunidad de ver más allá de su pesar para ofrecerle la misma atención a Harry.
Desconocidos parece decirnos que es muy fácil equivocarse eventualmente con la gente que nos quiere, por miedo, por despiste, por egoísmo, por ignorancia. Por eso nos anima también a preocuparnos, a prestar atención, a asumir la responsabilidad del dolor que causamos e intentar enmendarlo a tiempo. No sabemos cuánto durarán las heridas que les generamos a otros ni si en algún momento se volverán irreversibles. Creo que lo dijo Andrew Scott: querámonos —y cuidémonos— mientras podamos.