Ya sea por su confusa estrategia de marketing, por la brutalidad de sus imágenes o por el viaje onírico que Eggers ha construido, El hombre del norte (2022) no es una película que vayamos a olvidar con facilidad. Hoy me gustaría hablar de uno de esos elementos que la hacen tan especial, y que seguramente haya marcado más la línea divisoria entre detractores y defensores que su ritmo tan "eggerianamente" pausado o la más violenta de sus imágenes: la forma de adaptar el lenguaje de la leyenda al cine.
Por si alguien anduviese un poco perdido, la historia de Amleth nos suena tanto por haber sido la que inspiró a Shakespeare para crear Hamlet —solo le cambió la h de sitio—, y que a su vez inspiró a tantas otras obras. ¿Cómo ha sido la adaptación de toda la idiosincrasia legendaria al lenguaje cinematográfico, y por qué la hace tan diferente al resto de épicas?
Aviso, ¡se vienen spoilers!
De la narrativa legendaria al guion de El hombre del norte
Leyendas como las de Ulises, Edipo o el propio Amleth tienen una narrativa similar. No solo por contar épicas de grandes héroes que se embarcan en peligrosos viajes para luchar contra su destino, sino por la forma que tienen de contarlo. Una aventura donde no se persigue tanto la verosimilitud o la rigidez de las historias, como la poesía que hay detrás de cada peripecia, los dilemas morales que plantea o sus enseñanzas. Y no me refiero con esto último a un sentido adoctrinador, sino a ese que tenían las tragedias griegas, donde toda épica conducía a una misma lectura, o mejor dicho, a una misma advertencia. En la mayoría de los casos, incluido el del propio Amleth, la idea de que no podemos escapar de nuestro destino.
¿De qué forma se traslada esa narrativa legendaria al guion cinematográfico? Es algo que ayuda, por ejemplo, a ese ritmo tan propio de Eggers. Ese que dedica su tiempo a escenas que no avanzan la trama pero sí el viaje del espectador. O mejor aún: es algo que se palpa en la paciencia de Fjölnir, que después de ver cómo Amleth acaba con la vida de su mujer e hijos decide, en lugar de hacerle frente, esperarlo paciente en un volcán en erupción para librar allí el combate más épico de la historia. Claro que sí, con dos cojones. Ni tiene una lógica de manual de guion ni la necesita, porque si se la hubiéramos pedido nos habríamos quedado sin una de las mejores escenas de la película. Una decisión que no solo tiene que ver con la trama, sino también con el tratamiento de los personajes.
Pelea final de El hombre del norte
De la imagen de los héroes a la imagen de El hombre del norte
Los personajes no tienen nada que ver con los de ninguna otra película de la cartelera y la razón vuelve a ser el tratamiento legendario. Hemos dicho que esta historia busca hablar de algo como el destino, y eso la coloca en un marco más grande, divino y trascendental. Uno en el que se habla más de la relación del ser humano con el mundo en el que vive, y que intenta entender, que de la relación del ser humano consigo mismo. No pone al hombre en el centro de todo. Por eso tal vez no sintamos a los personajes tan cercanos o tan nuestros, porque no tienen un tratamiento tan humanizante como épico.
Sin ir más lejos, el propio protagonista está más cerca de la figura de un semidiós que de un hombre. En la lucha entre acatar su destino o abrazar su naturaleza de bestia con los hombres lobo, camina entre aullidos y rugidos salvajes, ritos y cánticos paganos y miradas despiadadas. Una brutalidad animal en las antípodas de cualquier vestigio de humanidad. Y aprovecho para hacer un breve paréntesis: Skarsgård aullando cual perro rabioso es, de calle, lo mejor de la película.
Skarsgård en El hombre del norte
Y lo más bonito de ese tratamiento heroico y grandilocuente de los personajes se calca en sus cuerpos, que nada tienen que ver con este mundo. Los músculos de Skarsgård, y la forma en la que la fotografía y el vestuario los realza, no pueden estar más lejos de los de Dwayne Jonson en cualquier película de acción, del de Butler en 300 (Zack Snyder, 2006), por épico que fuese, o del propio Skarsgård en La leyenda de Tarzán (David Yates, 2016). Al que sí que nos recuerda es al de Hades en El rapto de Proserpina en la escultura de Bernini, o el de Laocoonte en la de Agesandro, Polidoro y Atenodoro de Rodas. Los músculos exacerbados, la fuerza sobrehumana, la belleza más celestial que sensual… Los cuerpos en esta película buscan precisamente eso, y hasta ahora no había visto nada parecido en el cine. Incluso alguna de las secuencias oníricas que retrata un abrazo entre Amleth y Olga lo hace con el color, textura y dureza del mármol de Apolo y Daphne, o el de El amor de Psique.
Escultura de Laocoonte, foto de Emanuele Liali
Y esta exaltación de los hombres llega a a su plenitud en la batalla final, donde dos cuerpos titánicos pelean desnudos, envueltos en fuego y humo como si el propio volcán los hubiera parido, igual que parió a la lava. Los pasos agigantados que hacen temblar la propia tierra y provocan un eco sobrenatural, los gritos y golpes de fuerza sobrehumana y la resistencia que sobrepasa cualquier límite mortal… Esos no son hombres, sino dioses. Un tratamiento que nos recuerda a la adaptación de Hamlet de El rey león (Rob Minkoff y Roger Allers, 1994), cuyo final utiliza la cámara lenta y una animación que estira y ensalza los cuerpos de Scar y Simba para colocarlos también a un nivel muy superior al terrenal.
Ι Leer más: Veneciafrenia: ¿quién puede matar una ciudad?
En definitiva, entre reflejar a los hombres como extensiones del duro y vasto paisaje islandés, y adentrarnos en envolventes secuencias que buscan más la poesía visual y narrativa que la propia historia, El hombre del norte se convierte en una película espléndida para unos pocos. Seguramente no sea esa que vende el cartel, y tampoco la que uno se puede esperar aun habiendo visto El faro (2018) o La bruja (2015) del propio Eggers. Pero sin duda, es una película única que solo ha podido salir de una mente maravillosamente autoral en la que rara vez recaen tantos millones como nos gustaría. Así que aprovechémosla, que no sabemos cuándo se volverán a alinear los astros.