Considerada como serie maldita, Vientos de agua (Juan José Campanella, 2005-2006) se ha convertido, también, en un claro material de culto para la televisión. En trece episodios Campanella logra resumir con extrema sensibilidad la historia de la inmigración, transformando una narrativa plagada de referencias temporales en una historia atemporal. No podíamos dejar de hacer un pequeño homenaje a la que ha sido considerada por la crítica una de las mejores series televisivas que se han hecho en la historia en castellano.
Arte y diáspora o el dolor que no cabe en el texto
Fotograma Vientos de agua
Le robo una frase al rapero Lowkey cuando en Children of Diaspora, al hablar del sentimiento de dislocación que sufren muchos inmigrantes al llegar a otro país, dice que es «el tipo de dolor que no se puede expresar en una redacción». Si bien Lowkey entendió que podía hacerlo a través del rap, Campanella lo hizo con imágenes, consiguiendo una obra maestra de la televisión.
Lugares conocidos e idealizados acaban siendo no-lugares, con tiempos explícitamente referenciados que terminan siendo atemporales en una estructura circular que nos trae a la mente, tal vez, la epopeya de los héroes griegos y que logra sanar, de esta manera, las relaciones entre padres e hijos. Así es como Campanella logra escribir la historia del desarraigo de sus personajes, que se sienten desarraigados de los lugares a los que creían pertenecer, pero también desarraigados de sí mismos.
Boomers, millenials, genz y el sentimiento de pertenencia
Fotograma Vientos de agua
A través de las peripecias de nuestros personajes, Vientos de Agua va tocando todos los puntos sensibles de una historia que, si bien puede tener un sabor antiguo —como la Guerra Civil Española—, aún se encuentra muy pegada a la piel de muchas generaciones, e incluso siguen afectando a la configuración del mundo actual (El Corralito en Argentina). Por eso conecta tan bien con la generación de nuestros padres, porque ellos lo vivieron, pero también con nosotros, porque es lo que estamos viviendo.
Nuestros padres fueron la generación que entendió que «uno es de donde da de comer a sus hijos». Nosotros, a los que la globalización nos ha enseñado que no somos de ningún lugar pero que somos de todas partes, entendemos a Campanella cuando enfrenta a los personajes a sí mismos y desmonta el racismo, incluso el más escondido, como el de Ernesto (Eduardo Blanco).
Todos los personajes pasan por un proceso de transformación cuando migran, un proceso que se ve alimentado por la esperanza de encontrar su nuevo lugar en la vida tras perderlo todo. El personaje de Ernesto, en este sentido, nos confronta con nosotros mismos en su desesperación por alcanzar un lugar mejor: con lo que realmente somos, con lo que creemos ser y con lo que queremos ser.
Como él y como Andrés, quizá nosotros somos una generación que ya lo ha perdido todo: sin espacio, sin futuro, sin presente, hijos de la diáspora, unos pies sin tierra que buscan, ya no un lugar mejor o un futuro mejor, sino un presente mejor. Y por eso Vientos de Agua logra tocarnos la fibra sensible, porque en cierto sentido entendemos ese dolor: sentimos nostalgia de un lugar que nuestros padres añoran, de una patria que los dejó desarraigados, que ellos no abandonaron sino que los abandonó. A nosotros no nos duele esa patria, nos duele su desarraigo, que es en parte el nuestro. Por eso lloramos. Ese dolor, de alguna forma, nos recuerda que “estamos vivos” como le dice Lucía (Valeria Bertucelli) a Andrés (Ernesto Alterio) y, una vez más, tiende un puente de entendimiento generacional que resulta sanador.
Una breve teoría de la incomunicación
Fotograma Vientos de agua
La inmigración y el desarraigo sirven también para explicar la brecha generacional que se da entre padres e hijos, algo que se desarrolla visualmente muy bien mediante las comunicaciones defectuosas: en los 2000, los avances tecnológicos se hacen más accesibles a la población, sin embargo, parece que los personajes están abocados a incomunicarse.
Mantienen intacta la herencia del secretismo de lo que no podía ser contado en generaciones anteriores, hasta el punto de que tanto padres como hijos se dan cuenta de que no se conocen y que, como no se conocen, no conocen su historia y, por tanto, no se conocen: se sienten desarraigados de sí mismos. Así, negando su propia historia, los padres niegan también la de sus hijos. Campanella rompe este ciclo cuando Ernesto le pide a su padre que le cuente su historia y Andrés se la cuenta en un emocionante despliegue interpretativo del actor Héctor Alterio, curando así, nuevamente, la herida generacional generada por la incomunicación.
No hace falta la Biblia para contar la historia del mundo, del éxodo de los pueblos: solo 13 capítulos dirigidos con la sensibilidad de Campanella. Con un montaje complejo, una música que resulta prácticamente otra protagonista más —deberíamos dedicarle un artículo completo solo a esto— y una cinematografía precisa, sensible y bella, Vientos de Agua nos deja algo claro: no tenemos que encontrar nuestro lugar en el mundo, sino aprender a ver que el mundo es nuestro lugar.
Hasta los 39 años patria era para mí «el lugar donde se ha nacido, donde vives y trabajas y ves crecer a tus hijos». A los 40 comprendí sentada en la mesa del restaurante «El Gallego», Tunuyán, Mendoza, Argentina, que patria «es el lugar donde está el caldero que da de comer a tus hijos». Frase que me dijo el gallego, inmigrante español a causa de la guerra civil española, cuando le conté que mi familia y yo emigrábamos a España en busca de un futuro mejor. Al leer este artículo y por haber visto cuatro veces la magnífica obra «Vientos de Agua» de Campanella, recuerdo la historia de nuestra familia: primera guerra mundial, familia europea emigra a Argentina, construyen su historia familiar en el lugar totalmente diferente al que provenían, nacimiento de hijos y nietos; año 2000, nietos y bisnietos hartos de crisis económicas, corrupción política e hiperinflación emigramos a Europa en busca de nuevos horizontes. Hoy después de 21 años puedo decir que «por ahora» lo logramos pero como los protagonistas de la serie, pagando un coste muy alto: pérdida de seres queridos y en los boomers de la familia «el corazón partío» y muchas veces como versa el tango «mirando al sur». Excelente mirada crítica a la serie «Vientos de Agua», coincido con la autora: inmigración, dispersión, dislocación, nostalgia… son dolores que no caben en ningún texto.