Después de múltiples retrasos (a causa de, no sé si os suena, una pandemia mundial), el pasado viernes llegó por fin a las salas de cine la muy esperada Dune (Dennis Villeneuve, 2021). La película adapta tan solo una primera parte de la novela homónima de Frank Herbert de 1965, todo un clásico de la literatura de ciencia ficción del que beben muchas obras posteriores y que ya adaptó David Lynch en 1984. Para saber si la segunda entrega que Villeneuve tiene en mente será una realidad, todavía tendremos que esperar un poco.
Por ahora, la primera parte nos presenta a Paul, de la Casa Atreides, que debe enfrentarse a su destino como heredero del nuevo hogar que el emperador ha asignado a su familia: el planeta Arrakis, o “Dune”, codiciado por toda la galaxia por ser el único donde existe la Especia, un recurso fundamental para el funcionamiento de esa sociedad. Para sobrevivir a las intrigas políticas orquestadas en su contra, los Atreides precisan de la ayuda de los Fremen, el pueblo nativo de Arrakis.
Fotograma de Dune
La película se ha calificado como un «blockbuster de autor», debido a que su altísimo presupuesto ha estado al servicio de la muy personal mirada de Villeneuve. Y es que si todo en esta película es enorme, también lo es la huella del director que ya hemos conocido en Prisioneros (2013), La llegada (2016) o Blade Runer 2049 (2017).
Pero, ¿está Dune a la altura de las tremendas expectativas que ha generado?
Un universo para los sentidos
Fotograma de Dune
Dune es inmensa. No sé si es la palabra adecuada, pero es la que flota en mi mente desde que he visto la película. Es apabullante, espectacular, monumental. Y si es así, no es por la profundidad de sus personajes ni la complejidad de su trama, sino por la cosmovisión que construye Villeneuve y cómo la hace llegar hasta nosotros.
No es raro suponer que lo que más le interesaba al director de esta aventura era recrear el rico universo ideado por Herbert, de la forma más fiel pero también más personal posible. Es, sin duda, donde ha puesto más esfuerzos. En esta galaxia de organización feudal, los escenarios minuciosamente diseñados y ambientados, tanto interiores como exteriores, hablan de las grandes casas nobles y el resto de personajes que los habitan. Pero también sugieren un vasto universo salvaje y aterrador, pero hermoso, cuyos límites no alcanzamos a imaginar.
Fotograma de Dune
Sí, Dune es lenta y contemplativa —no por eso menos épica—, porque se detiene en esos detalles que hacen de su entorno algo tan real. El alucinante diseño de producción, los eficaces efectos especiales, la colosal fotografía y el cuidadísimo diseño de sonido son los responsables de que el mundo de Dune se salga de la pantalla y casi sintamos la fina arena de Arrakis a nuestros pies. Todo ello envuelto por una banda sonora atronadora y casi hipnótica, en la que se distinguen no solo instrumentos, sino también gritos, rugidos y respiraciones agitadas, con repentinos silencios que contrastan sobremanera.
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Lo que nos ofrece Villeneuve a través de todas las herramientas audiovisuales a su disposición es una inmersión en un mundo nuevo y emocionante, una experiencia que arremete contra los sentidos y de la que solo podemos salir —casi con una gran bocanada de aire— cuando se encienden las luces de la sala de cine.
Fotograma de Dune
¿Dónde queda el corazón?
Las bases estéticas están sentadas, ¿pero qué hay bajo todo ese despliegue audiovisual? ¿Qué hay del corazón de la historia?
Lo cierto es que, una vez superada la conmoción sensorial, me sorprendí repensando la película con cierta decepción. La complejidad que se adivina al principio, con el aluvión de nombres, detalles y explicaciones (necesarias, por otro lado), se acaba diluyendo en una trama algo vacía por la que, además, se deslizan unos personajes que, más que labrar su camino, se dedican a sobrevivir por la senda que se les ha impuesto.
Fotograma de Dune
Unos personajes con los que tampoco es fácil conectar. Quizá es a propósito, puede que pretendan rodearlos de un aura de misterio que se disipe en la segunda parte, pero a costa de casi suprimir la carga emocional. Los vemos desde lejos, con cierta frialdad. Sentimos curiosidad por su destino, por su historia, pero no la percibimos ni la sufrimos como nuestra. Conocemos a Paul Atreides a través de su dolor, pero no nos duele lo suficiente. Apenas advertimos su miedo ante ese papel que parece reservarle el destino en un mundo en categórica crisis. Quizá por eso el clímax sabe a poco, pues aunque entendemos que para Paul debe ser algo muy importante a nivel emocional, a nosotros nos llega un poco de soslayo.
La emoción en Dune se encuentra, más bien, en el torrente de sensaciones que provoca su envoltorio. La intensidad de las imágenes, el sonido, la música…, nos hacen sentir miedo e inquietud, nos regalan momentos de hipnótica calma y nos embelesan con su monstruosa belleza, atacando directamente a nuestros impulsos más primarios. Nos sentimos abrumados por el realismo del universo y su inmensidad. En él, los personajes, incluso el mesías, son demasiado pequeños, menos reales.
Fotograma de Dune
La cuestión es si necesitamos más emoción de la clásica, de la que llega al corazón, o si la vibrante inmersión en esta experiencia sensorial es suficiente para disfrutar la película. Para mí lo fue. Entiendo que no para todo el mundo.
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Es cierto que la película sabe más a prólogo que a primera parte, como el origen de un héroe que deberá enfrentarse a su verdadera aventura en posteriores entregas. Pero si el objetivo de Villeneuve era plantar una semilla, atraparnos en su universo y dejarnos con ganas de una segunda parte en la que la historia se ponga realmente en marcha, eso, sin duda, lo ha conseguido. Y nos ha recordado a todos, en estos tiempos difíciles para las salas, lo maravilloso que es ir al cine.
Maravilloso artículo. Gracias.