Scarlet fue la película elegida para abrir la Quincena de Realizadores del pasado Festival de Cannes (2022). Pietro Marcello ya había triunfado con su anterior película, Martin Eden (2019), y ahora regresa a las salas españolas con Scarlet: una historia de un padre y una hija, un cuento de hadas adulto, un relato de amor y de liberación.
Los perdedores y la imaginación
Juliette Jouan, protagonista de Scarlet
Scarlet es una película sobre perdedores. Raphäel, un hombre que viene de las trincheras de la Primera Guerra Mundial, regresa a un pueblo de Francia, donde se encuentra viudo y con una hija de pocos meses. Él intenta ganarse la vida con lo poco que sabe hacer: tallar madera, hacer juguetes con ella. En el pueblo lo desprecian, a él y a su hija Juliette, que crece en un lugar donde no es que no haya oportunidades, sino que las que hay, se las niegan.
Por eso, a una Juliette ya adulta lo único que le queda es la imaginación. Utiliza su imaginación como forma de supervivencia, como único anclaje a un mundo real demasiado cruel para ser suficiente. Juliette alimenta su imaginación, aunque la gente del pueblo la llame loca. Porque el día que decidió no mudarse a París e ir a la escuela por quedarse con su padre, eligió una vida pobre, pero no una vida que no mereciera la pena vivir.
El final y el cine
Para darle sentido a esa vida, Juliette tiene una fe ciega en que se cumplirá la profecía que una mujer del pueblo, acusada de bruja —y la única que respeta a Juliette—, le ha contado: un día, un barco con velas escarlata llegará y se la llevará lejos de allí. Gracias a esa fantasía, la compañía de su familia y su amor por la música, Juliette encuentra su estabilidad, viviendo la vida como si fuera una ensoñación, esperando pacientemente a ese barco que nunca llega.
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Cuando el amor irrumpe en su vida, como siempre, lo pone todo patas arriba. ¿Es ese hombre el barco de velas escarlata que ha venido a rescatarla? ¿O es una ilusión? Sea como sea, el viaje de Juliette acaba bien, con ese príncipe regresando, cayendo del cielo, como si fuera un ángel. Y, de alguna manera, la profecía se cumple y llegan las velas rojas, el hombre regresa —y es la princesa quien salva al príncipe azul, montándolo en su carro y llevándolo a un lugar seguro—. Y la liberación de Juliette llega por haber creído siempre que se cumpliría su sueño. Sin embargo, cuando llega el fundido a negro final, queda una sensación de tristeza, de melancolía.
Juliette Jouan y Louis Garrel en Scarlet
El soporte analógico, el grano de película, funciona tan bien porque, junto al color y la música, remarca ese aura de fantasía, nos aleja de un realismo que la película no busca. Y quizá sea precisamente por eso, porque está rodada en 16 milímetros, que el final feliz es tan triste. Porque Pietro Marcello juega con los mecanismos del cine para introducirnos en un espejismo en el que los colores, la textura y la música parecen querer decirnos que nada de lo que estamos viendo es real.
«Mira estas manos. Estas manos pueden hacerlo todo»
Scarlet también es un homenaje silencioso al cine y a su espíritu artesano. Al cine hecho con las manos y con el corazón, igual que lo que hace Räphael con la madera. Un trabajo que se ve amenazado por la modernidad, cuando sus juguetes de madera dejan de interesar porque ya existen los juguetes mecánicos.
«Mira estas manos. Estas manos pueden hacerlo todo», dice Adeline cuando intenta que Räphael vuelva a trabajar. Porque lo que se hace con las manos permanece, igual que permanecerá esta película que es más bien un sueño, un cuento de hadas, una nana para antes de dormir.
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